Recuerdos / Empresarios (CXXII)
el toreo, al canto y al box...
Al regresar de una rumbosa fiesta en Caracas, conoció Conchita a Gene Tunney, quien, según lo dejó consignado, la dejó espantada al saberlo campeón mundial de boxeo de todos los pesos. Tenía la nariz y las orejas intactas y su cara no era de quien fuese capaz de romper una quijada. Se ven caras… y si no, que lo diga él, que nunca creyó que fuese torera.
“Y de toros, me pregunto yo, ¿qué pasó? Pues no lo sé. La plaza era bonita, parecía un teatro y alegre. Corté algunas orejas, mas algo aconteció que me dio la sensación de frío; no conseguí encontrarme en aquel ambiente. Siempre albergué la esperanza de regresar un día a Caracas y vencer la impresión que me llevé y que seguramente el público también sintió. Mas el destino no lo ha querido…”
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“Santa Fe de Bogotá no en vano fue, durante tres siglos, la capital del virreinato español. La vieja capital, ayudada quizá por la barrera geográfica que la separa del mundo, conserva aún la sobriedad y el encanto de las cosas antiguas. Sus calles y sus casas, algo sombrías, parecen soñar con tiempos pasados y su gente, reflejo al fin y al cabo del ambiente en que viven, denotan el gusto por la vida interior; leen mucho, hablan correctamente, escriben con arte y tienen –cosa hoy algo rara– preocupación por la cultura general.
“La vieja ciudad colonial se encuentra sobre una meseta muy alta, inmensa, llana y verde. Su clima es frío y saludable y su paisaje, atravesado por arroyos y canales por frondosos árboles sombrosos, es bellísimo. De la riqueza de este valle se dio bien cuenta el cura conquistador Juan de Castellanos, al quedar por él conquistado y así le cantó entonces:
‘‘¡Tierra buena! ¡Tierra buena! / ¡Tierra que pone fin a nuestra pena! / ¡Tierra de oro, tierra bastecida, / Tierra para hacer perpetua casa.’
“La verde llanura de la sabana, debido a su extraordinaria fertilidad, pertenece a muchísimas haciendas, cuyas casas, amables y serenas, la adornan hasta perderse de vista en sus propias abundantes dehesas. En los anchos pasillos y verandas de estas casas, la vida familiar se desarrolla con toda sencillez y fueron muchas las veces que gocé en ellas, de tardes y noches de amena charla. Vivíamos entonces en La Conchita, la graciosa hacienda de Miguel Ribón, y visitábamos a menudo, los ranchos cercanos, como el hermano Potrero Grande, de Bernardo y María Teresa Herrera y la vieja hacienda Quito, de los Sanz Santamaría. También las ganaderías de reses bravas de Mondoñedo y de Vistahermosa nos proporcionaron horas deliciosas en buena compañía.
“Y en todas estas ocasiones, después de tomar el té reconfortante, montábamos a caballo para, desde el lomo de nuestras monturas, apreciar el frío y dorado atardecer. Aprendí entonces a usar la ruana, al decir de los nativos ‘un cuadrado de tela de lana, con un ojal al medio, que se abrocha con la cabeza’. Es una manera cómoda y muy eficaz de abrigarse.
Una noche, por cierto terrible, se me dio a conocer la tragedia de la sabana cuando los canales y los arroyos se desbordan sobre ella. Las lluvias llenaron las grandes zanjas que, a su vez, amenazaron invadir los potreros sembrados. Hora a hora el agua subía y todo el día, bajo una lluvia opresiva, la gente del campo luchó tenazmente contra la intemperie. Pasaron así la mañana y la tarde y, cuando desapareció el sol, allí permanecieron los peones dando fe de su presencia las pequeñas linternas que brillaban, cual luciérnagas, a través de la cortina de agua. Con ramas y barro, sus únicas armas, aquellos hombres proseguían en la ardua tarea de defender sus tierras. Fue una lucha angustiosa la que acompañé, bañada en agua de la sabana, aquella noche memorable. Al taparse un surco en la pared de barro que contenía la temible corriente, se abría otro. Éste, al principio, era una cosa pequeña, que apenas dejaba gotas imperceptibles. Mas, al rato el hueco daba un tremendo bostezo y soltaba auténticas cataratas negras. Entonces, se acudía, tapando rápidamente el nuevo boquete, con la desesperante sensación de estar haciendo monumentos con arena seca, aunque aconteciera, en verdad, todo lo contrario; intentábase detener agua con barro que se derretía...
(Continuará)
(AAB)