ue no puede ser! ¡Que esto es imposible! Me decía mientras me desayunaba mi café con leche y leía en el encabezado de La Jornada del martes de esta semana… ‘‘seis mexicanos tienen ingresos por el cincuenta por ciento. La otra mitad nos repartimos los otros cincuenta”.
Dónde quedó nuestra dignidad que parece haber perdido México frente a la miseria del campesino indígena expulsado a las ciudades y el poder del hampa que parece ganar la batalla.
Andando los siglos el Quijote no se pierde y llega a nuestros días sumido en igual pobreza que la nuestra. Casi perdemos el orgullo de la rancia ascendencia debido a la cada vez hacienda más corta, blasones carcomidos y la dignidad que mostrábamos similar a la del Quijote firme de trazo y sobria de colorido.
Era el Quijote un hidalgo de lugar, medianamente acomodado. En vestidos sin lujo y un comer sin regalo consumía las tres cuartas partes de su pobre hacienda. En nada se ocupaba, ya que el trabajo es cosa de villanos y así los ratos que estaba ocioso eran los más del año. Por instinto de señorío prefería los libros de caballería en que se narraban hazañas de grandes señores. Su pequeña fortuna la invirtió en buscar solaz a su espíritu, en el que se engendra un exaltado idealismo en el que estaba presente la dignidad. Esa que se nos escapa.
Este hidalgo quijotesco, lo mismo de otra y esta época, era o es en su pobreza feliz –porque tenía pura la sangre de su linaje–, pan para nutrirse y casa blasonada que le prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenía cuanto un pobre de su alcurnia, de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y en ello fundaba la mayor vanidad.
La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo propiciador del hambre de los marginales unida a la violencia extrema.
¿Está nuestra dignidad?
El campesino mexicano se pone en las botas del vencido –el Quijote– y se siente atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca, hurga, e ironiza traduciendo caracteres y perfiles que nosotros mismos, sus fraternos de otras ciudades y latitudes patrias, se nos aparecen como distintos, indescifrables. Sí, distintos incluso como cultura y entidad social. Con unas tradiciones, gustos, cocina y preferencias que no sabemos interpretar; fiestas que no entendemos, pero sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas, desfavorables para ellos.
El campesino no ha dejado de vivir, pero sí de moverse. Por eso se ve pasivo, apático, como máscara de esa casta heredada del hidalgo Quijote.
Con la agresión a punto de estallar.