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1917
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▲ Escena de dirección de 1917.
N

ostalgia patriótica en tiempos del Brexit. La anécdota muy sencilla que inspira el grandilocuente espectáculo bélico de luz y sonido llamado 1917, el título más reciente del realizador británico Sam Mendes, se inspira, según informan los créditos finales, en diversos relatos del abuelo del cineasta, el escritor Alfred Hubert Mendes, nacido en Trinidad, quien en su adolescencia fue voluntario en la Primera Guerra Mundial al servicio de Gran Bretaña.

A partir de ese recuento familiar, la guionista Krystin Wilson-Cairns y el propio director elaboran la historia de dos jóvenes soldados a quienes un superior, el general Erinmore (Colin Firth), ordena partir en una misión temeraria para llevar a un frente en Normandía la carta que ordena la cancelación de una ofensiva inminente contra el ejército alemán. Gracias a una inspección aérea, Erinmore ha descubierto que la pretendida retirada de los soldados nazis, oculta en realidad la preparación de una emboscada que de llevarse a cabo supondrá la muerte segura de mil 600 soldados británicos. El director Sam Mendes propone la idea –esa sí temeraria– de que la vida de cientos de combatientes, o el curso mismo de la guerra, depende exclusivamente de la gesta heroica de dos cabos británicos casi adolescentes.

En un momento en que la guerra daba claras señales del desgaste anímico en las tropas, como pone de manifiesto la perplejidad de los jóvenes que no aciertan a entender por qué arriesgan sus vidas y asisten impotentes a la atroz carnicería de sus camaradas, por causas muy inciertas y en tierras que no son las suyas, sólo cabe apelar al sentimentalismo para estimular en algo el embate heroico de los encargados de misiones peligrosas. Y los guionistas descubren la clave. Entre las numerosas víctimas de la posible emboscada se encuentra el hermano del cabo Blake (Dean-Charles Chapman). Eso bastará para enardecer las fibras patrióticas desgastadas, y para sumar a regañadientes a dicha empresa al compañero Schofield (George Mac Kay), un cabo muy escéptico que previsiblemente será el protagonista central de la aventura.

Para narrar estas peripecias convencionales, propias de una rutinaria historieta gráfica, Sam Mendes recurre a todo tipo de efectos espectaculares, desde simular digitalmente un largo plano secuencia para toda la película, que la edición de Lee Smith procura arduamente volver convincente, hasta el virtuosismo de la fotografía de Roger Deakins, cuya cámara serpentea vertiginosamente por el interior de las trincheras, intentando seguir el ritmo pesado y grandilocuente de la pista sonora. Todo es monumental y grandioso, como si las devastaciones físicas y morales de la gran guerra del 14-18 tuvieran que verse a través del prisma distorsionador de la representación que durante años ha brindado Hollywood de lo que fuera la gran guerra siguiente.

Para tener una idea del despropósito de esa espectacularidad fuera de tono, cabe sólo remitirse a la sobriedad de relatos fílmicos como Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930, de Lewis Milestone) o a la amarga reminiscencia literaria que es la novela El fuego (Le feu, 1916), del francés Henri Barbusse, dos auténticos modelos de un antimiltarismo consecuente.

Apenas sorprende que el estreno de 1917, y su previsible premiación en Hollywood, coincida con el evidente repunte de un altisonante nacionalismo anglosajón en ambos lados del Atlántico. Una dosis más de fervor patriótico para apuntalar la primera etapa de un Brexit a celebrarse en menos de dos semanas.

Se exhibe en la Cineteca Nacional, así como en salas comerciales.

Twitter: CarlosBonfil1