Ni del turismo neoliberal
ecíamos en la entrega anterior que la implementación en nuestras comunidades originarias de un turismo autogestivo, controlado por los habitantes en cuanto a la afluencia y frecuencia de los visitantes exógenos a sus zonas de interés y de servicios, podría llegar a ser uno de los ejemplos mundiales contra la crisis planetaria del turismo incontrolado que hoy padecen ciudades como Venecia, Ámsterdam y otras muchas de Europa, o, dentro de Asia, en el Tíbet, Tailandia e India, así como en Lúxor y paraísos tropicales en África, o como en las comunas de los Alpes suizos y alrededor del Mediterráneo, o en el Amazonas e islas del Pacífico, donde la supervivencia terrestre y subacuática depende ya de la prohibición de turistas.
Sin embargo, el turismo es el mayor emblema del neoliberalismo, su más potente industria, en la que se suman y confluyen las últimas novedades de las ciencias, técnicas y artes de la modernidad, logrando convertir el espíritu de aventura individual del siglo XIX en el más insensato y masivo consumo compulsivo, donde el sueño novelesco de las clases medias se concreta en souvenirs, recuerdos prefabricados en cualquier otro lugar que el visitado pero presentes en todos los destinos, mismos que han sido arreglados con hoteles y hostales, restaurantes y fondas, parques infantiles, antros para adolescentes (con oferta de droga), sin faltar los casinos (y la droga) y burdeles, desde los populares hasta los accesibles sólo para .0000001 por ciento de la población mundial. Turismo que en los pasados 50 años ayudó a sustituir la curiosidad legítima por el racismo, el clasismo y el desprecio traducidos en la no práctica de los buenos hábitos, inculcados en las familias de origen, al pisar tierras exóticas. Tierras cuyos habitantes son preparados por el capital (sedicente creador de empleos y portador de desarrollo) para doblegarse ante las majaderías, la depredación y la secuela de inmundicias que deja la mayoría de los turistas.
Bienvenidos los trenes, que nos arrancó el mal gobierno de Zedillo, trenes cuya concepción es a escala humana. Bienvenidos si su regreso no se hace a costa de selvas con su fauna y de comunidades con su limpieza material y moral, y si además traen la posibilidad de poner en contacto a visitantes, respetuosos y ávidos de conocer otras culturas, con nuestros dignos pueblos, y sólo si estos últimos gestionan, controlan, manejan y se benefician de programas endógenos, concebidos para no recibir más visitantes que los que la comunidad pueda recibir, alimentar y guiar, y sólo por periodos cuya temporalidad garantice la renovación de los contingentes. Bienvenidos los trenes que transporten mexicanos y nuestras mercancías para alimentar el mercado y el turismo internos. Trenes que se paren 15 minutos en cada estación donde una comunidad, preparada para recibir, alojar, alimentar, guiar y transmitir su cultura a visitantes, despide a unos y recibe a un número igual de personas de cualquier lugar del mundo, incluido México.
Bienvenido el capital invertido en un proyecto ejemplar de ecoturismo: tenemos el recurso natural y el recurso humano para cumplirlo. Porque maldito está, lo saben europeos, asiáticos y pueblos originarios, el capital invertido en el modelo turístico de masas que hoy intentan parar naciones desarrolladas y lamentan los pueblos que lo sufren.