18 de enero de 2019 • Número 148 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

Editorial


El pollito, la araña y el ciempiés

Comunicar es emplear un lenguaje y, si se hace de manera sistemática y reiterada, es crear un lenguaje. Una neolalia compartida por quienes acceden regularmente a tal o cual clase de mensajes.

Y con el tiempo y la repetición, las fórmulas verbales se convierten en frases hechas; en clichés cuya fuerza no remite tanto al contenido específico, como a un imaginario de ideas valores y sentimientos que compartimos al identificamos con esas fórmulas y que invocamos al emplearlas.

Los lenguajes codificados por grupos de hablantes más o menos cohesivos son una práctica generalizada; los tiene el narco, los tienen los políticos del montón, los tiene cierta prensa, los tiene la academia marfileña, los tiene los oenegeneros y los tienen las izquierdas.

Los contestatarios, en particular, somos muy buenos para las fórmulas verbales: ¡Proletarios de todos los países, uníos!, ¡Sin dios ni amo!, ¡Tierra y libertad!, ¡Patria o muerte!, ¡La imaginación al poder!, ¡Dos de octubre no se olvida!, ¡Lo queremos todo y lo queremos ahora!, ¡Black is beautiful!, ¡Nunca más un mundo sin nosotros!, ¡Por la vida y contra los proyectos de muerte!, ¡El violador eres tú!...

Grafiteadas en las paredes, repetidas en discursos, propagadas en volantes (flyers, les dicen ahora), viralizadas en hashtags, gritadas en las marchas, reiteradas en los talleres de formación, … las fórmulas verbales confieren identidad, pertenencia, comunidad. Si oyes el grito ¡Samir vive…! sabes qué es lo que sigue y con quiénes estás; lo mismo si escuchas ¡Es-un-honooor…!, o si empiezan a gritar ¡No somos mashos…!, o si alguien inicia el proverbial recuento ¡Uno…!

Y está bien. En los movimientos sociales las frases hechas funcionan como sobrentendidos. Ni modo que cada vez que decimos ¡Muera el capitalismo! tuviéramos que recitar El capital de Carlos Marx, y cada vez que se proclama ¡Fue el Estado! hubiera que chutarse el Leviatán de Hobbes.

El problema está en que a veces esas frases, esas voces de orden, esos pertinentes llamados o consignas se ahuecan; se vuelven clichés sin contenido cierto o con un contenido puramente emotivo; al oírlas empezamos a salivar, pero en verdad no podríamos explicar con argumentos por qué es bueno repetirlas, corearlas, firmar con ellas nuestros escritos.

A veces acuñar una consigna es como acuñar una moneda; forjar una pieza verbal que es eficaz como valor de cambio político, pero ha perdido su valor de uso, su calidad, su contenido concreto. Por ejemplo, lo que por milenios se llamó Tierra y designó entre otras cosas el multidimensional bien por el que luchaban y luchan los campesinos del mundo, después se empezó designar como Territorio, porque supuestamente este era un concepto más comprensivo. Pero ahora se tiene que hablar de Tierra y Territorio, porque al parecer ninguno de los dos términos resulta suficiente. ¿Será?

¿Ganamos algo con la renovación frívola de denominaciones? El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de Atenco, pieza clave en la cancelación del aeropuerto en Texcoco, ¿sería más asertivo en su nombre si se hubiese rebautizado como Frente de Pueblos en Defensa del Territorio o Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el Territorio? ¿Si la tierra es nuestra madre, el territorio es nuestro padre?

Otros hábitos de las izquierdas son más dañinos. Dividir a los zurdos entre anticapitalistas y no anticapitalistas, no es necesariamente impertinente; pero pierde filo cuando el anticapitalismo de quienes así clasifican al gremio es puramente declarativo o se reduce a ciertas acciones puntuales autoproclamadas como, esas sí, auténticamente antisistémicas.

Los usos y costumbres de la corrección política son una maldición, pues otorgan credenciales de pertenencia a quienes se aprenden los modos del mainstream, excluyendo en automático a quienes se hacen preguntas y piensan por cuenta propia.

Y la corrección o no corrección es casi siempre un asunto de lenguaje. Ciertamente las palabras y giros verbales que empleas reflejan tu pensamiento y sentimientos, pero lo que no se vale es que utilizar o no ciertas fórmulas sea visto como herejía.

Uno de los efectos más lamentables de la codificación política del lenguaje contestatario es la progresiva sustitución de la filosa, mordaz y a veces regocijada habla campesindia siempre condimentada con sabrosos arcaísmos, por el plano, previsible y reiterativo rollo pachamámico aprendido en los talleres. Otro saldo negativo es la descalificación: si uno piensa, por ejemplo, que “Megaproyecto” es un termino demasiado vago y que pudiera haber megaproyectos buenos, es, sin más, acusado de blasfemo.

Cuando algunos tan respetables como errados camaradas, se desgañitan gritando “¡Vade retro Tren Maya!”. Me supongo que debe haber causado conmoción el que un ambientalista calado y de prosapia como Iván Restrepo, haya escrito en este periódico que “Un tren en el sureste no es una ofensa a la madre tierra ni el fin de las comunidades agrarias como dicen algunos. Puede ser muy positivo si se escucha a sus potenciales beneficiarios” “¡¡Apóstata!!” habrá exclamado más de uno.

Y es aquí donde viene a cuento un cuento: el del Pollito Pito, que en su origen era una fábula budista del Jataka.

Iba una vez el Pollito Pito caminando por el prado cuando le cayó una bellota en la cola. Espantado el pollito gritó ¡Se cae el cielo! Y fue corriendo a decírselo a su madre, la Gallina Fina, quien también empezó a gritar ¡Se cae el cielo! El Gallo Malayo, que pasaba por ahí, se sumó al coro ¡Se cae el cielo! Y luego se agregaron el Pato Zapato, el Ganso Garbanzo y el Pavo Centavo, todos gritando ¡Se cae el cielo! ¡Se cae el cielo! ¡Se cae el cielo!... Todo por una pinche bellota.


Chicken Little (1943).

En inglés el cuento se llama Chicken Little, y los gringos les dicen Chicken Littles a quienes en todo ven complots que amenazan con destruir el mundo ¿Quiénes serán los Pollitos Pitos mexicanos… y las Gallinas Finas y los Gallos Malayos, y los Gansos Garbanzos y los Pavos Centavos…? Pónganles nombres.

La academia -de la que formo parte y no reniego- también tiene lo suyo. Conformado por una o varias cofradías, el de la investigación y la enseñanza es un mundo cerrado y autorreferencial donde “escritores escriben sobre escritores para uso de otros escritores”, como dice el escritor Cornelius Castoriadis (cuya idea, bastante obvia, pude simplemente tomar, pero a quien cito, porque citar adorna y es un acto muuuy académico. “Mira, citó a Castoriadis”, dirá algún colega).

Y -fíjense- también puedo citar al ilustre antiacadémico del siglo XVI Michel de Montaigne, quien despotricaba del gran Cicerón “cuya manera de escribir -dice- me resulta pesada, pues sus prefacios, definiciones, particiones y etimologías consumen la mayor parte de la obra y lo que hay de vivo y provechoso queda ahogado por tan dilatados aprestos”. “No me placen, continúa, “ni las sutilezas gramaticales ni la ingeniosa textura de las palabras y argumentos que languidecen alrededor del tema…”.

Así pues, en una quizá pertinente deriva ontológica del ya exhausto discurso previo, emprendo una decodificadora, decolonial y hermenéutica aproximación al bla-bla académico. Giro epistémico para el que refuncionalizaré el polisémico opúsculo del ciempiés y la araña, del connotado polígrafo Juan Gelman.

-¿Me permite una preguntita, señor ciempiés?- dijo la araña.

-Inquiera sin reservas. Y tenga por verificable que me será dado dilucidar cualquier incertidumbre que le aqueje -respondió generoso y algo petulante el centópodo.

-Es una pregunta sencilla: ¿con cuál de sus cien pies empieza usted a caminar?

-¡Pero qué obviedad! ¡Algo tan insustancial! Veamos: dado que venía caminando es seguro que empecé a caminar. Y si empecé a caminar es evidente de suyo que lo hice con uno de mis pies pues sería altamente improbable que lo hubiera hecho con todos al mismo tiempo. De modo que, siguiendo a Ockham, podemos desechar la segunda posibilidad. Habiendo establecido que lo más probable es que haya empezado a caminar con uno solo de mis pies, no queda más que determinar cuál de los cien es el que se mueve primero. Cuestión sencilla pues se trata de una acción que realizo todos los días y en ocasiones varias veces al día. Un modo de dilucidarla es analizarlos uno por uno e ir desechando los que no empiezan hasta llegar al que estamos buscando. Pero antes es necesario saber cuál es la diferencia específica del que deseamos identificar, pues a primera vista todos se ven iguales. Para esto servirá una buena definición. ¿Qué le parece: “El pie con el que se empieza a caminar?... clara, breve, sencilla, como le gustaban a Aristóteles. Ahora bien, mientras no están caminando no podemos saber a cuál de los pies corresponde a esa definición, de modo que necesitamos añadir un elemento que permita distinguir el pie que provisionalmente llamaremos primario, inicial u originario, de los otros a los que llamaremos seguidores o derivados…”.

Y así siguió discurriendo hasta que, aburrida, la araña volvió al cubículo donde la aguardaba su tela.

En cuanto al ciempiés, diré, con Juan Gelman, que no caminó nunca más. •