ivimos en un periodo donde la fuerza de la realidad trastoca creencias arraigadas en nuestras mentes y comportamientos. Se nos dijo y lo aceptamos, que la inflación encerraba el mal fundamental del orden mundial, de las economías nacionales y de la distribución de los ingresos. Con tal idea en la cabeza creamos un banco central independiente encargado exclusivamente de atender los problemas enunciados, aunque relegase otras aspiraciones de la población y del gobierno. Hoy, tal credo se debilita, los bancos centrales del primer mundo, a los que copiamos, no buscan negar toda inflación, se esfuerzan, sin éxito, en regenerar alguna razón para mantener o corregir a la baja las tasas de interés.
En los hechos la inflación se desvanece quizás no tanto por la acción de los bancos centrales, sino por la integración de los mercados. Los precios de los abastos externos derrotan los costos o deficiencias de los productores nacionales. De igual suerte la competencia abierta en el empleo de la cuantiosa mano de obra mundial golpeó con fuerza a asalariados y sindicatos hasta convertirlos en débiles opositores de la concentración universal del ingreso. Por esas y otras causas persisten costos sociales a pagar: el mundo hereda políticas generalizadas de austeridad y, en México, la búsqueda de precios estables no desterró las crisis cambiarias, pero sí abatió el crecimiento histórico de 5 por ciento o 6 anual a 2 por ciento, cuando hay suerte.
Se nos aconsejó y lo aceptamos que la producción nacional lejos de fincarse en la sustitución de importaciones, así como en la política industrial propia, debiera incursionar en los mercados externos hasta afianzar las genuinas ventajas comparativas del país. Así lo hicimos, sin meditar que nuestra principal ventaja comparativa era y es la baratura de la mano de obra, hecho que nos encajona en los eslabones menos prometedores de las cadenas internacionales de producción al tiempo que rompe las nuestras y hace que el sector exportador no jale al resto de la economía.
Mucho aportó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte al validar la complementariedad de la tecnología estadunidense con la baratura de la mano de obra mexicana. Pero los superávits comerciales resultantes fueron dilapidados en el intercambio con otros países o al celebrar a diestra y siniestra convenios deficitarios de libre comercio. Del mismo modo pusimos fe en que la inversión extranjera nos sacaría del atraso equilibrando, de paso, nuestra balanza de pagos. Pero a diferencia de lo ocurrido en China, la transferencia de capitales sirvió no tanto para iniciar nuevas producciones como para extranjerizar a las mejores empresas nacionales públicas y privadas.
La explosión del intercambio que acompañó a la apertura de mercados superó inicialmente el ascenso de la producción, impulsando el crecimiento mundial. Ese impulso se desvanece, a partir de 2008, cuando la demanda interna queda como único sostén de las economías de los países, poniendo en tela de juicio la validez permanente de las estrategias exportadoras. El crecimiento hacia afuera seguirá cediendo el papel privilegiado que tuviera en el pasado a menos que milagrosamente se logren acuerdos innovadores, equitativos, en la economía internacional y se cierren desajustes insostenibles.
Hicimos nuestro el aserto de que la competencia de mercados es siempre buena en tanto hermana calidad y eficiencia con precios inmejorables. Hay razones para exaltar ese objetivo, excepto cuando se le usa más de la cuenta para empobrecer las finanzas públicas o segregar del bienestar económico a grupos humanos. Hoy se compite para multiplicar los paraísos fiscales, para mermar el aporte impositivo de las empresas (de 49 a 24 por ciento, en el promedio del primer mundo) y para acortar, en consecuencia, los derechos y accesos a los servicios sociales básicos (educación, salud, jubilaciones). Contra toda evidencia empírica se compite fiscalmente con la esperanza de atraer inversiones propias o ajenas, reales o de papel. En ese entendimiento ya son notorias en países la reducción de tarifas y de la progresividad impositiva al acercarse que los salarios paguen tributos mayores a los de las utilidades.
En términos más generales, al abrazar el neoliberalismo pusimos enorme confianza en que la libertad del mercado resolvería las encrucijadas de nuestro desarrollo. Pareció aceptable perder algo o mucho de la soberanía de los estados-nación. Al efecto, con alto costo político desmantelamos las estrategias e instituciones proteccionistas, sociales y hasta las del corporativismo, instituciones que poco a poco se habían erigido con finalidades igualitarias o de desarrollo por más que reconocieran errores y exageraciones. Las consecuencias están a la vista, logramos incorporar al país a la integración económica global y reducir un tanto la inflación al costo de abatir en dos tercios la tasa de crecimiento y de permitir desigualdades distributivas enormes. Las deficiencias subsecuentes en materia de representatividad política todavía imprimen tumbos y estorban a nuestra incipiente democracia.
Con todo, el golpe más fuerte a la constelación de creencias que alimentaron y alimentan a nuestra política de desarrollo y al proceso global de integración de mercados surge cuando el país líder del mundo, Estados Unidos, opta por una suerte de proteccionismo para enjugar sus enormes desequilibrios de pagos y su desindustrialización. La pugna con China, la negativa a participar en arreglos multinacionales de comercio, la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el debilitamiento deliberado de la Organización Mundial del Comercio son otras manifestaciones de ese fenómeno que trastoca certidumbres básicas del orden económico internacional.
No sólo dentro de los países, ideas, estrategias e instituciones resultan candidatos a la remodelación, otro tanto ocurre a escala universal. Basta un ejemplo: la OTAN, organización creada por Occidente para contener el expansionismo político, económico y militar de la vieja Unión Soviética, a duras penas mantiene la racionalidad de sus empeños en la nueva configuración de los poderes hegemónicos del mundo.
Como sea, la admisión del orden externo demolió la creencia en la soberanía plena de las naciones y su lógica fue determinante en la dirección de nuestra política económica: más estabilidad, menos crecimiento. Sin embargo, preservar la salud de las economías implica algo más: cuidar escrupulosamente el desarrollo, la dimensión humana de la demanda, no simplemente suplirlos con manipulaciones populistas o financieras. Ahí los gobiernos tienen a querer o no una responsabilidad indelegable. En nuestro caso, la política fiscal y de gasto público, la de salarios y sobre todo la de inversión, pese a descuidos o abstenciones, seguirán jugando un papel insustituible en el resguardo de la armonía social.
Entonces, la tarea correctora es enorme por cuanto el punto de partida arranca con una enorme población de pobres (40 por ciento), con un sector informal que absorbe la mitad de la mano de obra, con un reparto que favorece con 60 por ciento de los ingresos a 10 por ciento de la población rica, con un sector industrial estancado, con un ritmo descendente de crecimiento, con una de las cargas tributarias más bajas del mundo y con una inversión (pública y privada) inhibida, compensada apenas con algunos esfuerzos distributivos recientes.
Al mismo tiempo las circunstancias a equilibrar en lo externo no son alentadoras. El intercambio y el desarrollo universal se comprimen, así como la inversión empresarial, las bolsas de valores se sostienen bien por las bajas tasas de interés y la recompra, incluso a crédito, de las acciones de las propias empresas; las deudas de gobiernos y ahora de corporaciones privadas crecen peligrosamente al tiempo que la desocupación se abate casi exclusivamente en estratos de salarios comprimidos. En el mundo la recuperación del empleo con bajos salarios y baja inversión implica desaceleración de la productividad que, a su vez, alimenta ciclos repetitivos de demanda insuficiente y de pugnas distributivas. Por si fuese poco la salud económica comienza a depender por igual de la acción global en el cuidado climático. En esta vertiente surgen topes al desarrollo asequible que enunciara tiempo atrás el Club de Roma y que hoy angosta el estilo permisible por limpio de ese desarrollo.
La lección a sacar no es que la historia nos jugó una mala pasada; hoy, por el contrario, despeja tímidamente horizontes al acentuar voces y votos en favor de cambiar el statu quo del mundo. En México, no hay vuelta atrás, ni certezas en el ya envejecido camino neoliberal. Eso nos obliga a intentar la construcción de un futuro con menos creencias neocoloniales con nuestro ingenio y trabajo puestos en diseñar una política propia que a la par de democrática resulte más autónoma e igualitaria, aun frente a restricciones externas a veces inescapables. Ya lo hicimos una vez. Con todo, la tarea es y será pausada, difícil, en la atmósfera de desasosiego, de intensa polarización distributiva que todavía priva en el país. ¿Emprenderemos la tarea unidos, con la persistencia obsesiva para alcanzar metas que hermanen progreso e igualdad y permitan ir corrigiendo errores inevitables? Esa, es precisamente la cuestión más relevante a responder en nuestro nuevo tiempo mexicano.