a libertad de expresión es un principio tan fundamental del funcionamiento de la República francesa que es posible considerar a esta libertad como parte del patrimonio nacional. La primera palabra de la divisa inscrita en el frontón de edificios y monumentos nacionales es la palabra ‘‘libertad’’, antes incluso de igualdad y fraternidad.
Nada más difícil que obedecer a su divisa y ser fiel a su ideal. Las palabras, está bien, los actos, mejor. Ahora, y desde hace algún tiempo, numerosos observadores, escritores, artistas, pensadores, comediantes, se interrogan sobre la evolución de la sociedad contemporánea. ¿Se respeta aún la libertad de expresión?
El más célebre de los actores franceses, Gérard Depardieu, hombre de una audacia sin límites y de todos los excesos, dejó el país, disgustado de ya no sentirse libre. Otro escribió: ‘‘Para hacer un filme, de comenzarse por prohibirse hablar de mujeres, alcohol, cigarro, gais, religión, política, en suma, usted es libre a condición de no decir nada”.
Una suave dictadura se ha instalado poco a poco: la de lo políticamente correcto. En el país de Voltaire, una nueva censura reina ahora sobre las mentes, las costumbres, las publicaciones y la vida cotidiana de los ciudadanos.
En nombre de la higiene y la salud, no deben comerse tales alimentos por su grasa, su sal, su azúcar. Desde luego, las bebidas, vino y alcohol, quedan excluidas como no sea con un máximo de moderación. Y si hay lo prohibido, hay también las directivas de vida para conservarnos vivos el mayor tiempo que sea posible y gozar de una longevidad acaso sin caer en alguna de las enfermedades de una vida demasiado larga, después de trabajar hasta una edad avanzada para merecer una jubilación algo decente.
Las consignas de la política correcta, conforme y uniforme, son también de orden moral y mental. Se nos indica como a niños pequeños, adultos infantilizados, cómo debemos hablar, pensar y comportarnos. Y, sobre todo, de qué podemos reírnos y de qué no debemos ni siquiera sonreír so pena de atraernos la reprobación pública o un buen proceso y la consecuente condena.
Cómicos e imitadores satíricos ven reducirse como una piel de zapa la libertad de sus gestos y palabras. Tal vez a ello se deba que el sentido del humor se ha perdido y quienes intentan divertir al público de radio se ven obligados a transmitir en las ondas risas mecánicas grabadas.
En cuanto a quienes aparecen en la televisión puede vérseles rodeados de un público seleccionado que aplaude y ríe bajo las señas y órdenes de monitores entrenados. El sentido del humor que comenzaba por hacer reír de sí mismo ha terminado.
Los imitadores y bufones actuales ya no saben burlarse de ellos mismos, y son más sarcásticos que irónicos o bromistas cuando lanzan sus dardos hirientes contra otros, los escasos otros de quienes pueden aún burlarse sin tocar uno de los tantos temas anatemizados por la moral actual.
Así, como ya no es aceptable bromear sobre tal o cual minoría social, los programas de diversión se han convertido en un griterío de expresiones de aparente entusiasmo y risas forzadas.
Cabe preguntarse cómo reír de manera correcta. Los temas son restringidos: quedan los hombres blancos, mientras no sean viejos o mudos, los cornudos, el Papa y los curas católicos, los ex presidentes franceses que siguen vivos, los políticos ya pasados, los llamados ultraizquierdistas o acusados de fascismo, los rivales, los otros presentadores de quienes se desea el puesto. Los motivos de risa se vuelven agrios cuando no amargos.
Para colmo, la sociedad actual exige la sonrisa Colgate, la dentadura blanca, la risa entusiasta, la alegría cotidiana de una persona y una vida normales. Reírse es la consigna, pero reírse como se debe, no vaya usted a reír de cosas indebidas como el acoso sexual, aunque no se conozcan los límites entre hacer la corte y acosar.
‘‘Y yo me apresuraba a reír antes de verme obligado a llorar”, escribióBeaumarchais.