a iniciativa presentada el 11 de diciembre por la senadora de Morena Soledad Luévano propone reformas a la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público que relegan el principio histórico de separación entre las iglesias y el Estado. Dicho principio está presente en los artículos 3, 40 y 130 constitucionales. De manera mañosa, justifica la eliminación de la separación Estado-iglesias para sustituirlo por el de libertad religiosa.
Como si la separación inhibiera las libertades. La redacción es hábil, pero en el fondo es otorgar privilegios a las iglesias como en el siglo XIX. A eso le llaman modernizar y poner al día una ley supuestamente obsoleta aprobada en julio de 1992. El presidente Andrés Manuel López Obrador se deslindó de la iniciativa el 17 de diciembre. Dijo: “No considero que modificar este principio ayude; al contrario, ya en su momento hubo una confrontación. Eso motivó hasta una invasión extranjera… Eso ya está resuelto desde hace más de siglo y medio. Se resolvió la separación del Estado y la Iglesia”. Pese al deslinde, el Senado la turnó a las comisiones de Gobernación y Estudios Legislativos. La iniciativa plantea abiertamente que iglesias y Estado puedan colaborar en favor de la sociedad, tema emblemático de AMLO. Es decir, que las Iglesias ayuden a restaurar el tejido social ante la violencia, la inseguridad, la corrupción y la impunidad.
Pese a las reacciones demoledoras de analistas y políticos, el senador Ricardo Monreal, principal promotor de la iniciativa, dijo que se discutirá primero por el grupo parlamentario para su aval. La estrategia ahora es demostrar que se respeta la laicidad del Estado y el principio de separación. En mi opinión, es una ley regresiva, a modo de los intereses de las iglesias, principalmente de la católica. En los medios la iniciativa ha sido tildada de contrarreforma
y augura una reconfesionalización del Estado, lo cual traería tensiones sociales. Con el empoderamiento del conservadurismo católico y el fundamentalismo pentecostal se corre el riesgo de confrontar causas y conquistas de las mujeres, de la diversidad sexual y otros temas contemporáneos. Ya surgieron voces, como la de Rogelio Cabrera, presidente de la CEM, que, si bien reconoce el principio de separación Iglesia-Estado, admite tener el deseo que la propuesta de reforma pueda avanzar respetando nuestra historia, pero mirando hacia adelante [sic]
. El arzobispo de Monterrey hace eco de la ambigüedad de la iniciativa que busca introducir la agenda e intereses de la Iglesia católica en la esfera pública bajo premisas plausibles. Además, confunde la reforma a la ley de asociaciones religiosas y culto público con la ley secundaria, pendiente aún, al artículo 24 sobre libertad religiosa. Ese es uno de los meollos de la polémica actual. El lapsus de Cabrera es una vieja aspiración católica de legislar una ley muy a modo de la reforma que, a jaloneos, la Iglesia católica obtuvo del artículo 24 constitucional. Lo que está a debate no es la ley a la libertad religiosa, sino que la redacción de la senadora zacatecana pareciera que se recuperan demandas católicas presentes desde 2012 en torno a la reforma del 24 constitucional. También el Partido Acción Nacional se ha manifestado por la iniciativa con ciertas reservas al grupo monrealista que representa la senadora Luévano, quien publicó en Excélsior (2/1/20): “Los ‘expertodólogos’ de Twitter”. Allí, más que fundamentar su propuesta, descalifica a los opositores. Dice: “me sorprendió la intolerancia de ‘los expertodólogos’ que ni siquiera aceptan que la iniciativa se abra al debate, pueden revisar el tuit de Denise Dresser en que afirma que mi iniciativa ‘no requiere debate ni parlamento abierto y punto’. Ella no es parte de los órganos legislativos ni fue a las urnas para ganarse el derecho de legislar, pero se siente con la autoridad para vetar el tema, porque representa a los dueños de la verdad absoluta en nuestro país”.
El riesgo no sólo es para la laicidad y el régimen de libertades, sino para las iglesias. Un enorme equívoco peligroso es la constantinización de las iglesias. Es decir, convertir a asociaciones religiosas en iglesias de Estado. O iglesias que aspiren acompañar el poder del Estado para provecho propio. Hay riesgos que consisten en abrir el espacio público del Estado a las iglesias deslindándose de un proyecto laico de nación. Flavio Valerio Aurelio Constantino, emperador romano en el siglo IV, se convirtió al cristianismo y sentó las bases para hacer del cristianismo la religión del imperio romano, es decir, el cristianismo se convirtió en religión de Estado. Muchos exégetas aseveran que éste perdió su veta profética para convertirse en una religión de cristiandad, es decir, secular y política ¿La 4T quiere convertir a los evangélicos en iglesias de Estado? ¿Estaríamos a las puertas de pentecostalizar la política y las elecciones? ¿El fin de la separación Estado-iglesias y el advenimiento de sensibilidades teocráticas regresivas?