ste año nuevo ya parece viejo. Vendrá más de lo mismo… o menos… pero lo mismo.
Estamos en la incertidumbre radical. Nada sabemos de lo que ocurrirá. Ignoramos cómo será el clima que sustituirá al que teníamos. El derrumbe en curso del sistema dominante no es una oportunidad de emancipación; lo que ocupa su lugar parece aún peor. Pero desconocemos el rumbo.
Tiene razón Agamben. No puede haber futuro sin fe o confianza. Y vivimos un tiempo de poca o mala fe, de futuros vacíos, de falsas esperanzas. El futuro ya no tiene futuro. Lo primero que hay que hacer, dice Agamben, “es dejar de mirar solamente al futuro, como nos exhortan a hacer, para voltear más bien hacia el pasado. Solamente comprendiendo qué fue lo que pasó y, sobre todo, tratando de entender cómo pudo ocurrir, será posible, quizás, volver a encontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la única vía de acceso al presente.” (https://brecha.com.uy/si-la-religion-feroz-del-dinero-devora-el-futuro/).
El análisis de tendencias, que habitualmente permite anticipaciones más o menos confiables, hoy resulta inútil, engañoso.
No sabemos, por ejemplo, cuán lejos podrá llevar Trump sus empeños electorales y en qué medida, acaso sin remedio, el gobierno mexicano se seguirá dejando llevar por ellos al despeñadero.
Ignoramos por completo hasta dónde el colapso climático extenderá y profundizará la destrucción del entorno natural con la ayuda entusiasta de quienes contribuyen a ella en búsqueda de ganancia.
No podemos anticipar hasta dónde llevará el Presidente su compulsión destructiva en el sureste. Aparentemente, sigue convencido de que los proyectos que impulsa serán una bendición para los pueblos de la región y que no harán daño al ambiente. Insiste, contra toda evidencia, en que las consultas que organizó fueron previas, libres e informadas, como marca la ley, y que la gente aceptó sus proyectos. La abrumadora campaña de propaganda que se sigue realizando sólo sería para ampliar y profundizar el consenso favorable y facilitar su realización.
No es anticipación sostener que los pueblos resistirán. Sería sólo la continuación de lo que han estado haciendo y expresión de una decisión firme y pública, que se anunció hace unos días en San Cristóbal con los zapatistas y el Congreso Nacional Indígena. Les resulta enteramente incomprensible que se les diga una y otra vez que se paga la deuda histórica que se tiene con ellos con proyectos que tienen el mismo carácter que los que habrían creado esa deuda. Que se insista en que la oportunidad de ser sirvientes o tener empleos degradados justifica la destrucción de la dignidad de sus modos autónomos de vida y de su entorno natural.
Lo que no podemos anticipar es el grado de violencia que estará dis-puesto a emplear el gobierno ante la resistencia que enfrenta y se convierte en obstáculo creciente a sus proyectos. El recuento de la violencia que se ha estado ejerciendo contra defensores de territorios y derechos en todo el país es síntoma peligroso de una actitud que resulta por lo menos amenazante.
No hay lugar al optimismo, en las circunstancias actuales. Se extiende en muchos círculos el desaliento e incluso la desesperación ante una perspectiva devastadora. Se entiende, por ello, que numerosas personas sigan aferradas a la esperanza que abrigaron desde el 2 de julio de 2018, convencidas de que habría llegado el fin de la pesadilla de las últimas décadas. Entre ellas hay mucha gente fanática, dispuesta a casi cualquier cosa para defender lo que dice y hace el hombre a quien han llegado a ver como mesías. Hay numerosos grupos que han encontrado buen acomodo en las nuevas estructuras de poder y defienden sus orientaciones por su propio interés. Hay muchas y muchos más que adoptan esa posición porque sienten que se ha tomado un camino promisorio; ellas y ellos mantienen la popularidad del presidente, que es todavía muy amplia. Parecen convencidas de que no se cumplen promesas o se toman decisiones contrarias a lo ofrecido por las presiones de grupos interesados en que nada cambie. Siguen confiando en que más temprano que tarde se impondrá una recuperación plena de un rumbo anterior, apropiadamente idealizado, o más bien se avanzará por un camino innovador para beneficio de las mayorías.
Poco a poco se debilitan esas esperanzas. Se comprueba que el gobierno mexicano sigue plenamente al servicio del capital y sus sucesores. Aunque modera algunos de sus excesos más disparatados y llega a limitar ciertos abusos destructivos insoportables, tiene un compromiso evidente con el capitalismo. Lejos de darse cuenta de lo que ocurre con ese régimen en el mundo entero, atribuye los problemas cada vez más evidentes que nos ha creado el capitalismo a una dosis insuficiente de esa medicina. Quiere más.
Acaso lo peor, en esta perspectiva tan ominosa, es que en esta guerra tendremos que pelear contra muchas de esas personas esperanzadas, buena parte de las cuales son nuestras hermanas y hermanos.