laro que mi idea de altar no se apega mayormente a la definición que los diccionarios dan de la palabra, pero, aun así, en esta mudanza de mudanzas mía, en medio de una gama de consideraciones, que van de las más realistas y más lógicas hasta las más desatinadas y las más descabelladas, elegí un espacio en el armario de caoba de mi vestidor para levantar un altar. Un altar de altares. Un altar sui generis. Un altar particular.
Me emocionó y me animó la noción de que se trataba de un altar dedicado al recuerdo y hasta a la nostalgia, y cada vez que abría la puerta del espacio que lo contiene y lo resguarda, dos amplias profundidades, separadas por una repisa intermedia, estas eran las emociones que me provocaba contemplarlo, las del recuerdo y la nostalgia. Sin embargo, en el fondo de la noche de hoy, con el fulminante y atroz sarcasmo que suele caracterizar a la oscuridad, sonriente me espetó: Te engañas
, no me llamó ilusa pero sentí, con el grito atrapado en mi pecho, que con este apelativo, para ella desdeñable, me dirigía su puñalada. Te engañas, ilusa. Lo que has levantado es un altar al absurdo y nada más
, me aclaró. Y fue con esta variante de significado o simbolismo que seguí, con los ojos cerrados y la cabeza de lado sobre la almohada, la mejilla izquierda sobre la almohada, algunas tenebrosas horas más, hasta que, trastocada, alterada como había quedado, finalmente acepté haber despertado, en más de un sentido, y sólo entonces me levanté, francamente deseosa, casi necesitada, de ver el amanecer.
Qué se puede esperar de las tinieblas, sino que atenten contra la luz con la que una idea me tranquilizaba, en momentos en que únicamente, precisamente, sólo una idea, sólo una idea espontánea y luminosa como la que surgió de mi interior, de mis más arraigadas profundidades, era capaz de serenarme.
Si me serenó darme cuenta de que lo que hacía, al amontonar y apenas si acomodar en un espacio botellas de perfume casi vacías, fotografías de mis seres queridos en marcos de plata sin lustrar, medio desvencijados, era levantar un altar al recuerdo y a la nostalgia, por qué desmentirme, Oh Niebla, por qué juzgarme, te pregunto, te reclamo, en un hilo de voz. El pequeño recorte amarillento, enmarcado, de no sé qué periódico en el que se notificaba que en tal lejana fecha, muy lejana, a principios del siglo pasado, en tal templo, histórico, se habían casado en México mis abuelos maternos, emigrantes libaneses; un juego de pesados frascos de cristal; una muñeca de trapo; un elefante miniatura de marfil, con la trompa enroscada hacia arriba; qué sé yo qué más, qué se yo qué tanto más. Cajas de plata, de madera laqueada, de diferentes formas, épocas y tamaños. Un alfiler de corbata. Unas mancuernas de oro. Un calzador de carey. Un espejo de mano estrellado. Cada pieza, una herencia no intencional, de mis abuelos, de mis padres, de mi hermana. De mi sobrino Peter. De tía Basma. De tíos Wahib, Ramiz, Georges. Diría, más que herencia, abandonos, restos de mis muertos, que para mí reviven cada vez que me acerco al altar donde posan y los saludo, en silencio, con el corazón en la mano. Les hago una reverencia al clavar la barba en mi pecho, al llorar sin ser vista ni escuchada. En silencio. Permanentemente. Un anillo de boda. Una báscula antigua.
Altar al absurdo, pero cuando me refugio en él, me estrello.