Domingo 29 de diciembre de 2019, p. a12
El británico Ian McEwan, autor de la novela Máquinas como yo, conduce al lector a plantearse dilemas morales tan incómodos como necesarios y lanza preguntas perturbadoras: ¿qué es en definitiva lo que nos hace humanos?, ¿Dónde están los límites de la inteligencia artificial?, ¿el fin justifica los medios?, ¿puede una máquina llegar a entender y juzgar la complejidad moral de las decisiones de una persona? Con autorización de la Editorial Anagrama, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra.
Era el anhelo religioso con el don de la esperanza; era el santo grial de la ciencia. Nuestras ambiciones fluctuaban –más alto, más bajo– gracias a un mito de la creación hecho real, a un acto monstruoso de autoamor. En cuanto fuera factible, no tendríamos otra opción que seguir nuestros deseos y atenernos a las consecuencias. En términos más elevados, aspirábamos a escapar de nuestra mortalidad, a enfrentarnos o incluso reemplazar la divinidad mediante un yo perfecto. En términos más prácticos, pretendíamos diseñar una versión mejorada, más moderna de nosotros mismos y exultar de gozo con la invención, con la emoción del dominio. En el otoño del siglo XX, llegó al fin el primer paso hacia el cumplimiento de un viejo sueño, el comienzo de la larga lección que nos enseñaríamos a nosotros mismos: que por complicados que fuéramos, por imperfectos y difíciles de describir –aun en nuestros actos y modos de ser más sencillos–, se nos podía imitar y mejorar. Y heme ahí a mí de joven, un adoptante precoz y ansioso en aquel frío amanecer.
Pero los humanos artificiales eran ya un lugar común desde mucho antes de su advenimiento, de forma que, cuando llegaron, para algunos fueron una decepción. La imaginación, más rauda que la historia, y que los avances tecnológicos, había ensayado ya este futuro en los libros, y luego en el cine y en la televisión, como si los actores humanos, caminando con mirada vidriada y movimientos de cabeza fingidos y cierta rigidez en la zona lumbar, pudieran prepararnos para convivir con nuestros primos del futuro.
Yo estaba entre los optimistas, agraciado con unos fondos inesperados a raíz de la muerte de mi madre y de la venta de la casa familiar, que resultó estar ubicada en una zona en desarrollo de gran valor inmobiliario. El primer humano manufacturado verdaderamente viable, con inteligencia y aspecto creíbles y movilidad y cambios de expresión verosímiles, se puso a la venta la semana anterior a que el destacamento especial partiera rumbo a su misión imposible en las Falkland. Adán costó 86,000 libras. Lo traje a casa en una furgoneta alquilada, a mi poco grato apartamento de Clapham North. Había tomado una decisión temeraria, pero me animó la noticia de que Sir Alan Turing, héroe de guerra y genio insigne de la era digital, había recibido un modelo idéntico. Es muy probable que él quisiera tenerlo en su laboratorio para poder examinar detenidamente su funcionamiento.
Doce de esta primera ‘‘edición’’ se llamaban Adán; trece se llamaban Eva. Nombres manidos –nadie lo ponía en duda– pero comerciales. Dado que las ideas de raza biológica no gozaban de ningún crédito científico, se consideró que los veinticinco en cuestión abarcaban un variado abanico de etnias. Circularon rumores, y luego quejas, en el sentido de que los árabes no podían diferenciarse de los judíos. Tanto la programación aleatoria como la experiencia vital les garantizarían a todos ellos una libertad total en cuanto a preferencias sexuales. Al final de la primera semana, se habían agotado todas las Evas. A primera vista, podría haber tomado a mi Adán por un turco o un griego. Pesaba setenta y siete kilos, así que tuve que pedirle a mi vecina de arriba, Miranda, que me ayudara a llevarlo desde la calle hasta el interior de la casa en la camilla desechable que venía con la compra.
Mientras las baterías empezaban a cargarse, hice café para los dos y luego fui pasando las 470 páginas online del manual de instrucciones. Su lenguaje era, en general, claro y preciso. Pero a Adán lo habían creado distintas agencias, y había retazos en los que las instrucciones tenían el encanto de un poema sin sentido. ‘‘Cubra la parte superior del chaleco del B347k para ver emoticono de output de la placa base y atenuar la penumbra de los cambios de ánimo.’’
Ahora lo teníamos allí desnudo sobre la mesita del comedor, con los tobillos envueltos en cartón y poliestireno, los ojos cerrados y un cable eléctrico negro que iba desde el punto de entrada umbilical hasta la toma de corriente de trece amperios de la pared. Tardaría dieciséis horas en cargarse por completo. Luego vendrían las sesiones de descarga de actualizaciones y preferencias personales. Yo lo quería ya, y también Miranda. Como unos jóvenes padres ansiosos, esperábamos con avidez sus primeras palabras. No tenía ningún altavoz barato inserto en el pecho. Sabíamos por la publicidad entusiasta que formaba sonidos con el aliento, la lengua, los dientes y el paladar. Su piel, muy parecida a la piel viva, era ya cálida al tacto y tan suave como la de un niño. Miranda creyó verle un leve temblequeo en las pestañas. Yo estaba seguro de que lo que veía eran las vibraciones de los vagones del metro que circulaban a treinta metros bajo nuestros pies, pero no dije nada.
Adán no era un juguete erótico. Sin embargo, era capaz de actividad sexual y poseía unas membranas mucosas operativas que consumían medio litro de agua al día. Mientras seguía allí, sentado en la mesa, observé que era incircunciso, que estaba bastante bien dotado y que tenía un copioso y oscuro vello púbico. Este modelo avanzado de humano artificial respondería muy probablemente a los apetitos de sus jóvenes creadores del código. Los Adanes y las Evas, se preveía, serían seres animados.
Lo anunciaban como compañía, como pareja intelectual con quien medirse, como amigo y factótum capaz de fregar los platos, hacer la cama y ‘‘pensar’’. Era capaz de registrar y recuperar cada momento de su existencia, cada cosa que oía y veía. De momento no sabía conducir y no se le permitía nadar o ducharse o salir los días de lluvia sin paraguas, o manejar una motosierra sin supervisión. En cuanto a autonomía, y gracias a los grandes avances en el almacenamiento eléctrico, podía correr diecisiete kilómetros en dos horas sin necesidad de recarga, o, en su equivalente en energía, conversar sin descanso durante doce días. Su vida útil era de veinte años. De complexión compacta, hombros cuadrados, piel oscura y pelo negro tupido peinado hacia atrás; de cara estrecha, con un toque de nariz aguileña que sugería una aguerrida inteligencia, párpados caídos y meditabundos, labios apretados que, en aquel mismo momento, mientras le estábamos mirando, se vaciaban de su cadavérico tinte blanco amarillento y adquirían un rico color humano, e incluso se relajaban un poco en las comisuras. Miranda dijo que parecía ‘‘un cargador de muelle del Bósforo’’.
Ante nosotros teníamos el último juguete, el sueño inmemorial, el triunfo del humanismo, o a su ángel de la muerte. Apasionante en grado sumo, pero también frustrante. Dieciséis horas eran mucho tiempo para aguardar y observar. Pensé que por la cantidad que había pagado después del almuerzo, Adán tendría que estar ya cargado y listo para funcionar. Eran las primeras horas de una tarde invernal. Hice tostadas y tomamos más café. Miranda, doctoranda en historia social, dijo que ojalá la adolescente Mary Shelley hubiera podido estar allí con nosotros observando detenidamente no a un monstruo como el de Frankenstein, sino a aquel apuesto joven de piel oscura que estaba cobrando vida. Y yo dije que lo que ambas criaturas compartían era el hambre de electricidad, esa fuerza que insuflaba vida.
–Nosotros también la compartimos.