Opinión
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México sin odio
E

s una forma superior de felicidad el despojarse del odio, eso es vivir en libertad: José Mujica, en su visita a México.

Es sensato pensar que el decir del uruguayo no fue en absoluto casual. No fue un destello de poesía. Fue un mensaje cifrado, con un toque de tristeza dirigido a los mexicanos. La gran sabiduría de Mujica y el amor por nuestra nación toparon con el vértigo que arrebata a nuestro pueblo.

Nos daña una tormenta de odios. No son sólo los grandes enconos, es también la pequeña insolencia la que nos daña. Con tristeza se advierte que algunos de los que nunca conocieron la pobreza o los que ya la olvidaron, juzgan duramente el momento. Algunos cuya abundancia se creó sobre las espaldas de los desposeídos ahora son críticos feroces de todo.

Otros achican su inteligencia cuando se les interpela sobre sus posturas ante lo que sea, entretejen las más absurdas especulaciones con una virulenta carga de enojo que esparcen por los medios más extraños. Gana el enojo, se descamina la objetividad, se daña todo y en el fondo quien más pierde es el envenenador.

También amarga observar el regocijo con que se inventan falsedades que son hasta pueriles. Ofende ver como se hipertrofia, difunde y disfruta lo que daña a todos, empezando por los promotores, cuya inteligencia toma el tamaño de sus enfoques.

Propagan temas cáusticos, crueles, que sólo buscan el aplauso. Impresionan por lo ordinario de sus contenidos y por el alborozo con que se comparten. Todos ellos son parte de una especie que lamentablemente crece por el mundo fertilizándose a sí misma. ¿Un resultado de fondo? El deterioro social.

De la situación que se vive rehúsan aceptar que su evolución pronta y fácil no es posible. Incisivos en lo imperfecto de todo son ciegos ante lo benigno. Son corrosivos con el hacer de gobierno o del semejante que no les agrada. O lo son sólo porque no son sus propias ideas.

Ante esta situación de trivialidad y vagando por nuestra tierra se percibe con dolor la auténtica congoja: ver hasta dónde llega la pobreza material de nuestro pueblo. Cómo a la injusticia social aún se agregan la injusticia oficial, la ausencia de oportunidades y la desesperanza. Ese debiera ser nuestro enojo.

Vive nuestra gente en un mundo hostil. Tan es así que rescaté para mi magín el mensaje síntesis del dolor social: jodidez. Palabra que lastima por ruda y veraz. Palabra que invita a inclinarse respetuosamente ante la miseria de otros. Nuestro enojo debiera ser la incompetencia de todos para darnos un país justo y promisorio.

La lección de Mujica no es evangélica. Es totalmente terrena, veraz y sordamente premonitoria. Es la palabra de un hombre que conoce el mundo de la miseria y del esfuerzo humano. El suyo fue un llamado a calmar los odios y aceptar no sólo que todos tenemos deberes si no que algunos de los más quejosos han sido de los más beneficiados.

En medio de esa situación deplorable, alguien, algunos están llamando a la concordia, a la recomposición de conductas. No es un llamado a la pasividad ni al silencio, es el llamado ¿quizá de los últimos? a englobar y no triturar.

La lucha contra la exacerbación del odio es nuestra tarea. La invitación a participar se basa en la decisión de modificar conductas, no ideas, menos algún límite a la libertad de expresión con los límites que la constitución misma refiere.

Las ideas contrarias son esenciales, la propuesta es ir de lo atropellado a lo racional. Para algunos, el descalificar, denostar, ofender, acusar, linchar, rastrear la falla ajena parece ser lo moderno, es estar in. Confunden el derecho a disentir con la prontitud a odiar.

Proponer, comprometer, auxiliar, coincidir, tolerar no adorna. Son actitudes desestimulantes en busca de protagonismo y su impulso es la ira nutrida y no la razón. Por ahí no vamos bien. Para la recomposición no hay más actor en el escenario que cada uno de nosotros.