n una ciudad de París en estado de preinsurgencia, paralizada por las huelgas de transporte y manifestaciones que reúnen los más diversos cuerpos de trabajadores, la impopularidad del actual gobierno de Francia y, en especial, del presidente Emmanuel Macron hizo dudar de su presencia en el Museo del Louvre para inaugurar la exposición con la cual se celebra el centenario de Pierre Soulages. Tal vez, con el fin de evitar cualquier reclamación desagradable o abucheos del público presente en el recinto, se decidió avanzar de varias horas la inauguración oficial.
Así, contra pesimistas augurios, Macron hizo un fugaz acto de presencia, para posar ante las cámaras, acompañado de su esposa, Brigitte, junto a Pierre y Colette Soulages, hacia las 11 de la mañana. Rápido vistazo a las grandes telas del pintor, algunas palabras frente al grupo de visitantes seleccionados para asistir a esta apertura casi privada. Más tarde, a las 18 horas, se abrirían las puertas del Louvre a los muy numerosos invitados que no gozaban de privilegios y podían hacer la cola antes de acceder a un espacio más bien exiguo donde cuelgan los enormes cuadros del pintor de la luz negra. Esas telas que suscitan la admiración de un público más impresionado por el precio de sus pinturas en las salas de venta internacionales. ¿Cómo no detenerse momentos más largos en los 9 millones de euros de una tela que en la reflexión sobre la luz que emana del negro?
Simpatizante casi incondicional de la obra de Pierre Soulages, sin contar el afecto al amigo, me preparaba a gozar con el descubrimiento de las tres nuevas telas creadas apenas hace unos meses ¡a sus 99 años? Milagro de la naturaleza nuestro querido Pierre, con la fuerza extraordinaria que le permite seguir de pie, con la escoba que le sirve de pincel, sobre una tabla por encima del lienzo blanco.
El temor de llegar tarde a la inauguración, a causa de los embotellamientos producidos por manifestaciones y huelgas, nos hizo llegar con tres cuartos de hora de avance. Despreocupados, Jacques Bellefroid y yo nos instalamos en la terraza bajo las arcadas del Louvre en el café-restaurante Le Marly. Desde ahí podíamos contemplar las fachadas interiores del palacio y la pirámide cristalina de Pei. Sin duda, la transparencia del vidrio ha contribuido a la integración de la pirámide, tan criticada cuando era un simple proyecto en el paisaje del palacio. No sucede lo mismo con otras instalaciones como son las columnas de Buren en el Palais Royal o los recientes tulipanes de Koons disimuladas tras el Petit Palais.
Conocedora de las vastas escalinatas del Louvre, pregunté por los elevadores. Una amable chica nos condujo por el laberinto de corredores y galerías. Las salas iluminadas, sin otra presencia que la nuestra (el martes cierran los museos), pude detenerme aquí y allá ante algunas obras maestras de la pintura italiana y francesa. El espléndido coronamiento de Josefina por Napoleón que pintó David. Un luminoso desnudo de una mujer pintado por Ingres. Un estremecedor desnudo femenino del mismo David. Los enigmáticos e inolvidables Piero della Francesca. La mirada se extravía y el espíritu se turba ante la belleza pura.
Por fin, entramos en la doble sala donde se exponen las telas de Soulages. Para dejar caer la luz entre los relieves negros donde se refleja en su emanación, la sala se halla casi en penumbras. No puedo dejar de admirar la osadía de Soulages al aceptar la invitación del Louvre y correr el riesgo de ser comparado. En el quizás museo más bello y rico del mundo, las colecciones reunidas representan la historia de la pintura, la auténtica. El problema de la pintura moderna y su significado abre las puertas a una polémica interminable. ¿Qué quedará? Dentro de cuatro siglos, ¿se celebrará un homenaje a Pierre Soulages como el que se hace ahora en el Louvre por el quinto centenario de Leonardo da Vinci? Aunque acaso no lo viviré, lo espero.