n el lado poniente de la Alameda Central, entre construcciones modernas, emerge la fachada neoclásica de un templo y del lado izquierdo una preciosa torre-campanario en estilo barroco. Es lo que quedó del convento de San Diego tras la destrucción que padeció como efecto de las Leyes de Reforma.
Lo fundaron los dieguinos, la orden más humilde de los frailes descalzos de San Francisco, tanto, que no podían poseer bienes materiales. Alguna vez platicamos que por esa razón, a su llegada a la Ciudad de México a fines del siglo XVII, fundaron su convento y templo con el apoyo económico del próspero don Mateo Mauleón, pero la propiedad permaneció en manos del donante.
Sin embargo, la austeridad se debilitó y a lo largo de los siglos los dieguinos lo ampliaron y embellecieron con obras suntuarias. En 1861, a raíz de la exclaustración, el convento, la vasta huerta y el gran atrio fueron fraccionados y vendidos. Se salvó el templo y parte del claustro que tuvieron diversos usos, hasta que en 1964, como parte de la política cultural del presidente Adolfo López Mateos, se abrió como museo. Al mismo tiempo se inauguraron varios de los más importantes de la ciudad, entre otros el de Antropología, Arte Moderno, el Virreinato en Tepotzotlán y el de Historia Natural.
San Diego se abrió con el nombre de Pinacoteca Virreinal, con un acervo conformado con obras procedentes de las iglesias que fueron suprimidas durante la Reforma. Hay que decir que era ideal para mostrar las obras de arte religioso, ya que, además del contexto, tenía la altura adecuada para los grandes lienzos.
Sin embargo, en el año 2000 la desa-parecieron para trasladar el acervo al Museo Nacional de Arte (Munal) que era remodelado. Ese mismo año el Instituto Nacional de Bellas Artes abrió ahí el Laboratorio de Arte Alameda (LAA), dedicado a la exhibición, producción, documentación e investigación de las prácticas artísticas que usan y crean diálogo en la relación entre arte y tecnología.
El encuentro entre la arquitectura barroca –la nave principal, cúpulas, arcos, un pequeño claustro y el antiguo coro– hacen un insólito contraste con pantallas para proyectar videos en muros, instalaciones y demás propuestas actuales que usan la tecnología para expresarse. Por fortuna no han alterado los espacios del antiguo templo que en su desnudez permite apreciar su intrínseca belleza.
Una de las características del LAA es que muestra obras concebidas especialmente para el espacio, promoviendo así la creación artística nacional e internacional. Enriquece la programación con conferencias, conciertos, proyecciones de videos, seminarios y talleres.
Una encantadora novedad es que como resultado de una exposición en la que se utilizaron jardineras, el artista Emilio Chapela las obsequió al recinto, por lo que se colocaron en el atrio y se creó un jardín polinizador.
Es muy grato llegar a ese lugar y percibir el aroma de las distintas plantas y flores, seleccionadas especialmente por su atractivo para los insectos polinizadores como abejas, mariposas y colibríes. Su función es primordial para la producción de innumerables plantas y frutos comestibles. La experta del museo, Lupita Martínez, lo cuida con dedicación con la ayuda de voluntarios.
Esto nos inspiró a caminar cuatro cuadras, a Luis Moya 31, para visitar a la linda Sofía en su restaurante sin nombre. Ella cocina con muchas hierbas y vegetales aromáticos y deliciosos. Como siempre, de entrada ordené el itacate de acuyo –conocido también como hoja santa–, cuyo penetrante aroma se devela al aparecer el manjar.
Otra hierba intensa en sabor y olor es el pápalo que acompaña los tuétanos al horno con gajos de papas. También platillo favorito, sutil en olores y pleno en sabores, es el chileatole verde con flor de calabaza, elote y habas tiernas.
Cerramos con dos postres: dulce de guayaba y requesón con palanqueta de almendras y el panqué de hoja de aguacate con espuma de guanábana, una fiesta para los sentidos.