Domingo 8 de diciembre de 2019, p. a12
Una lúcida reflexión sobre el valor de la ley, la posibilidad de la justicia y la legitimidad de la venganza tejen la trama de la novela más reciente del escritor español Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962). La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro Terra Alta, de Javier Cercas. © 2019, AE & I. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Melchor está todavía en su despacho, cociéndose en el fuego lento de su propia impaciencia por terminar el turno de noche, cuando suena el teléfono. Es el compañero de guardia en la entrada de la comisaría: hay dos muertos en la masía de los Adell, anuncia.
–¿Los de Gráficas Adell? –pregunta Melchor.
–Los mismos –contesta el agente–. ¿Sabes dónde viven?
–Junto a la carretera de Vilalba dels Arcs, ¿no? –Exacto.
–¿Tenemos a alguien allí?
–Ruiz y Mayol. Acaban de telefonear.
–Voy para allá.
Hasta ese momento, la noche ha sido tan tranquila como de costumbre. A esas horas de la mañana no queda casi nadie en comisaría y, mientras Melchor apaga las luces, cierra el despacho y baja por las escaleras desiertas poniéndose su americana, la quietud de la comisaría es tan compacta que le trae a la memoria sus primeros tiempos allí, en la Terra Alta, cuando todavía era un adicto al estruendo de la ciudad y el silencio del campo le desvelaba, condenándole a noches de insomnio que combatía a base de novelas y somníferos. Ese recuerdo le devuelve una imagen olvidada: la del hombre que era él cuatro años atrás, al llegar a la Terra Alta; también le devuelve una evidencia: la de que ese individuo y él son dos personas distintas, tan opuestas como un malhechor y un hombre respetuoso de la ley, como Jean Valjean y el señor Magdalena, el protagonista desdoblado y contradictorio de Los miserables, su novelafavorita.
Al llegar a la planta baja, Melchor recoge de la armería su Walter P99 de 9 milímetros y una caja de munición, y se dice que hace demasiado tiempo que no lee Los miserables y que aquella mañana tendrá que resignarse a no desayunar con su mujer y su hija.
Ya en el garaje, se monta en un Opel Corsa y, mientras sale de la comisaría al parque infantil que se abre ante ella, telefonea al sargento Blai.
–Reza para que sea muy importante lo que tienes que decirme, españolazo –gruñe el sargento, con la voz empapada de sueño–. Como no lo sea, te cuelgo de los cojones.
–Hay dos cadáveres en la masía de los Adell –dice Melchor.
–¿Los Adell? ¿Qué Adell?
–Los de Gráficas Adell.
–No jodas.
–Jodo –dice Melchor–. Acaba de llamar una patrulla. Ruiz y Mayol ya están allí. Yo voy de camino. Bruscamente despierto, el sargento Blai empieza a darle instrucciones.
–No me digas lo que tengo que hacer –le interrumpe Melchor–. Sólo una cosa: ¿llamo a Salom y a los científicos?
–No, de las llamadas me encargo yo –dice el sargento Blai–. Hay que avisar a todo Cristo. Tú encárgate de preservar la escena, de precintar la casa...
–Tranquilo, sargento –vuelve a interrumpirle Melchor–. En cinco minutos estoy ahí.
–Dame a mí media hora –dice el sargento Blai y, como si ya no hablara con Melchor sino consigo mismo, masculla–: Los Adell, me cago en la puta. Va a montarse un pollo de la hostia.
Sin conectar la sirena ni poner el destellante en el techo del Opel Corsa, Melchor conduce a toda prisa por las calles de Gandesa, que a esa hora están casi tan desiertas como las escaleras y pasillos de comisaría. Pero sólo casi: de vez en cuando, se cruza con un ciclista en traje de ciclista, con un corredor en traje de corredor, con un coche que no se sabe si vuelve de una larga noche de sábado o empieza un largo domingo. Amanece en la Terra Alta. Un cielo color ceniza preludia una mañana sin sol y, a la altura del hotel Piqué, Melchor tuerce a la izquierda y sale de Gandesa por la carretera de Vilalba dels Arcs. Allí acelera, y pocos minutos después se aparta de la calzada tomando un camino de tierra que cien metros más allá desemboca en una masía. La rodea un alto muro de piedra erizado de pedazos de vidrio y prácticamente tapado por la yedra. La puerta de la masía, larga, apaisada y de metal marrón, está entreabierta y, aparcado delante de ella, hay un coche patrulla cuyas luces azules parpadean en el alba; junto al automóvil, Ruiz parece querer consolar a una matrona de rasgos aindiados, que llora sentada en un poyo.
Melchor baja del coche y le pregunta a Ruiz qué ha pasado.
–No lo sé –contesta el patrullero, señalando a la mujer–. Esta señora es la cocinera de la casa. Ha sido ella la que ha llamado. Dice que hay dos muertos dentro.
La mujer tiembla de pies a cabeza y, bañada en lágrimas, solloza estrujándose las manos en el regazo. Melchor intenta tranquilizarla y le hace la misma pregunta que le ha hecho a Ruiz, pero la única respuesta que obtiene es una mirada de terror y un balbuceo ininteligible.
–¿Y Mayol? –pregunta Melchor.
–Dentro –contesta Ruiz.
Melchor le pide a su compañero que precinte la entrada y se quede allí, atendiendo a la mujer y esperando a los demás. Luego cruza la puerta de la casa, vigilada por dos cámaras de circuito cerrado, y camina a paso vivo por un sendero que se adentra en un jardín bien cuidado –entre el césped crecen sauces, moreras y cerezos, rosas, dedaleras, margaritas, peonías, lirios, geranios, violetas y jazmines–, hasta que al doblar un recodo aparece la fachada del viejo edificio de tres plantas que se ve desde el cruce, con su gran portón de madera, sus balcones enrejados y su desván abierto de ventanas unidas por una cornisa con molduras. Recostado contra una de las jambas del portón, Mayol acaba de verle y, con las piernas ligeramente flexionadas y ambas manos sosteniendo la pistola –el azul oscuro de su uniforme recortado contra el ocre oscuro de la fachada–, parece exigirle por gestos que se acerque.
Melchor desenfunda su pistola mientras reconoce el dibujo barroco de un neumático en la tierra del sendero, que se ensancha hasta formar una explanada ante el portón entreabierto.
–¿Has entrado? –le pregunta a Mayol, recostándose en la otra jamba delportón.
–No –contesta Mayol.