16 de noviembre de 2019 • Número 146 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

NuestrAmérica


La mirada estratégica del movimiento indígena ecuatoriano

Juan Cuvi Ex dirigente del movimiento Alfaro Vive Carajo; miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción

Una consigna ampliamente difundida en las calles llamó la atención de los corresponsales extranjeros que cubrieron el levantamiento indígena de octubre en el Ecuador: Ni Moreno Ni Correa. El desconcierto aumentó la noche del domingo 13, mientras se realizada el diálogo directo y público con el presidente Moreno: Jaime Vargas, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), concluyó su intervención denunciando con nombres y apellidos a los funcionarios del gobierno de Correa que durante una década habían reprimido al movimiento indígena. “Jamás podríamos coincidir con quienes nos persiguieron”, resumió.

Con esta aclaración, la dirigencia indígena desmontó el entramado de descalificaciones con que la derecha pretendió minimizar la capacidad política de la Conaie, apelando a la muletilla de que habían sido manipulados e infiltrados. No solo eso: al denunciar una línea de continuidad entre el anterior y el actual régimen, como parte de un mismo proyecto político, el movimiento indígena evidenció que su confrontación fundamental va más allá de los gobiernos o mandatarios de turno. A partir de la reivindicación de su proyecto plurinacional, definió al viejo Estado nacional como su contradictor estratégico. Una vez más ancló su lucha a una perspectiva histórica que, además, le permitió esquivar las innumerables trampas que le interpuso la coyuntura. En ese sentido, la derogatorio del Decreto 883 quedó reducida a una mera eventualidad.

¿Cómo entender, en estas condiciones, el desenlace que tuvo el paro nacional? Para hacerlo toca remontarse brevemente al primer levantamiento indígena en 1990. Ese hecho marcó un punto de inflexión definitivo en la sociedad ecuatoriana. Súbitamente, los olvidados de siempre, los excluidos, los invisibilizados, irrumpieron como un actor político central en la vida nacional.

A partir de ese momento, el movimiento indígena ha transitado por dos carriles simultáneos: el de la movilización y el de la política formal. Con el primero han alternado entre la presión directa y la resistencia activa. Las últimas tres décadas han sido una sucesión interminable de marchas y paralizaciones indígenas.

En el segundo carril, los indígenas han oscilado entre la negociación y la integración al sistema político. Creación de instituciones, aprobación de leyes, acceso a cargos públicos y candidaturas han sido las formas de relacionarse con la política formal.

El primer punto de confluencia de estas dos vías fue la Asamblea Constituyente de 1998, de la cual surgió la declaración del Ecuador como Estado plurinacional. Dos años después, el movimiento indígena, en una confusa alianza con un sector del Ejército, destituyó al presidente Mahuad y abrieron las puertas a una apuesta electoral que llevó al poder al coronel Gutiérrez. La alianza, sin embargo, no prosperó; el movimiento Pachakutik, brazo político de la Conaie, rompió con el régimen seis meses después.

Algo que sí quedó claro para el mundo de la política fue el potencial electoral de este nuevo actor. Ha sido esa constatación, precisamente, la que mayores amenazas y enredos ha provocado en la agenda política del movimiento indígena, no solo por el aprovechamiento que muchos sectores mestizos han querido hacer de esa capacidad, sino por las propias contradicciones internas que los procesos electorales provocan.

También Alianza País se encaramó en las luchas sociales que continuaron luego de la caída de Gutiérrez. El vacío político que se generó fue el escenario más propicio para una salida populista: en 2006 Correa gano las elecciones en medio de la suspicacia de un movimiento indígena que ya había aprendido a desconfiar de la política convencional. Y las pruebas no se hicieron esperar: a poco de instalada la Asamblea Constituye de Montecristi, la Conaie marcó distancia con el régimen. ¿La causa? La profundización de un modelo económico alineado con los intereses monopólicos nacionales y con las transnacionales extractivistas, y de un modelo político que denigraba los derechos colectivos. Esto explica por qué durante el gobierno anterior las movilizaciones indígenas y las luchas de resistencia territorial jamás cesaron.

Lenín Moreno pretendió compensar estas carencias estructurales con medidas que, más que simbólicas, han sido absolutamente insustanciales. Devolverle a la Conaie la casa y la universidad que les arrebató el gobierno de Correa no hace ni mella en la inhumana realidad que viven los pueblos indígenas. Convocarles a un diálogo condicionado por las imposiciones del FMI, como se pretendió hacer en los meses previos al levantamiento de octubre, tampoco enfrenta el problema de fondo. Los pueblos y nacionalidades indígenas siguen sometidos a una marginalidad estructural obscena.

El escenario futuro es tan complejo como incierto. Por ahora, la crisis fiscal que desató el levantamiento será manejada desde el gobierno con parches transitorios. Las élites empresariales no bajarán un ápice los decibeles de su voracidad. El movimiento indígena, por su parte, discute en asambleas populares y hace públicas sus propuestas, junto con el resto de los movimientos sociales. La Conaie ha reafirmado su autonomía, se ha reconciliado con su visión del futuro. Hoy tiene en sus manos un triunfo que tendrá que administrar sabiamente. •