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El estante de lo insólito

Juan José Arreola. El dueño del tablero

Hoy proclamé la independencia de mis actos. A la ceremonia sólo concurrieron unos cuantos deseos insatisfechos, dos o tres actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que había ofrecido venir envió a última hora una excusa humilde. Todo transcurrió en un silencio pavoroso.

Juan José Arreola. Libertad.

N

o se movía aún de su natal Zapotlán, Jalisco, pero parecía en caravana circense al pertenecer a una tribu de 14 hermanos, con animales de granja y un interés por todos los universos nuevos que traspasaba a vacas, caballos y pollos, observador de las fragilidades y grandezas del campo y su gente, lo que después dio fuego a la creación de libros que han apasionado a lectores en toda Iberoamérica. Tal vez porque fue hombre de oficios antes que de letras; quizá porque vendió telas, hizo pan, fue abarrotero, vendedor ambulante, encuadernador, vendedor de tepache o cobrador de abonos, es que después pudo ser maestro, corrector de estilo, escritor, ajedrecista, degustador de vino, conversador, actor y analista televisivo. Fue mucho en un cuerpo escuálido, en un rostro generoso y afilado que podía volverse arlequín, portavoz, declarante de sonetos románticos (haría, por cierto, el gran libro sobre López Velarde titulado Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario), y que descubría en las minucias que acostumbran despreciar los gourmets del banquete literario, ciertos platillos de potencias infinitas. No fue, porque es, porque seguirá siendo, Juan José Arreola.

Galeras de la gloria

Publicó a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Ricardo Garibay, Carlos Fuentes, José Agustín, Elena Poniatowska o José Emilio Pacheco; fue el crítico preciso para que los primeros borradores de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez llegaran al final de ruta con la solidez que perduraría la imprenta. Tuvo la difícil agudeza del editor creativo, ese ente implacable y con la autoridad y destreza de separar y volver a armar los relatos de su gremio. Pero hizo todo con la dureza del afecto. Y sus correcciones no sólo mejoraron los cuentos de algunos: les transformó la carrera. Si bien sus obras son admiradas, mucho de su gran trabajo no tiene registro legible, como los cientos de galeras corregidas, desde un mínimo movimiento de ángulo descriptivo o un diálogo, hasta el cambio de una frase que hoy es citada en el libro de algún colega. Hizo de su casa estudio y consejería literaria; leyó, corrigió, y editó muchísimo, desde su revista Pan (antes había hecho Eos con Arturo Rivas) hasta los cuadernos (Cuadernos del unicornio) y libros formales que vendrían después con la colección Los Presentes. Fue un torrente vital para las letras mexicanas.

La brevedad de lo exacto

Pero el inmenso Arreola podía también bloquearse terriblemente como cualquier escritor. En ese pavoroso trance de no verbalizar las ideas, Arreola quedó prensado con contrato y calendario para entregar un libro pendiente. Empujado por su discípulo y amigo José Emilio Pacheco, terminó por dictar lo que sería Bestiario. Pacheco, autor admirable, se sentía humilde frente a Juan José. Resumía aquella experiencia del siguiente modo (Historia del Bestiario. Tierra Adentro, 1998):

“Gracias a esos días finales de 1958 siento que mi paso por la Tierra quedó justificado. Cuando entre en el infierno y los demonios me pregunten: ‘Y usted, ¿que fue en la vida?’, podré responderles con orgullo: ‘Amanuense de Arreola ’”.

El Bestiario compone con Varia invención, Cantos del mal dolor, Prosodia, Confabulario, Palindroma, Variaciones sintácticas y La feria (su única novela) una obra de ingenio y calidad infinitas. Recuerdos de pueblo terroso, donde ya Rulfo barruntaba que los fantasmas de esa gente, como ellos mismos, seguiría extendiendo sus crónicas y sus herencias de las vivencias que cada generación entrega a la siguiente. Arreola sabía que esos escenarios de la infancia y esas anécdotas del gentío intestino de su linaje darían mucho para contar. Eso está en los relatos cortos y también en La feria, donde el lector puede sentirse con los personajes y sus frases que son todo menos hastío del paisaje. Yo, desde chico, he sido muy perseguido por las ánimas del Purgatorio.

Juan José platica mucho con Arreola. Se divierte diciéndole historias que inventa lo que le contaron. Como en su trote en el teatro, se despoja de un maquillaje para usar el siguiente, se saca un sombrero para portar un bombín. Analiza la fauna del entorno o piensa sobre sí mismo como en el Monólogo del insumiso: “Ya llorarán por mí las señoritas vestidas de color de rosa, al pie de un ahuehuete centenario. Nunca faltará un carcamal positivista que celebre mis bravatas, ni un joven sardónico que comprenda mi secreto, y llore por mí una lágrima oculta. (…)

Cuando menos, me gustaría que no sólo en mi cuarto, sino a través de toda la literatura mexicana, se extendiera un poco este olor de almendras amargas que exhala el licor que a la salud de ustedes, señoras y señores, me dispongo a beber.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

La alineación de las torres

Se dice que los escritores hacen estilo con su manejo del lenguaje, pero quizá descubren; como la filosofía de los objetos existentes en el tronco, descubiertos en la espontaneidad de la ebanistería, como aquel jaque urdido con la alevosía de una decena de movimientos previos, el autor corre el telón de una escenografía que su mente tenía construida de antemano. Porque qué otra cosa podría ser un búho sino lo que Arreola afirma que es: Armonioso capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental.

El autor confería a su obra la condición de la gran creación que se consigue desde la distinta mirada, como la clase de visión que hace del jugador de ajedrez un estratega que anticipa los momentos. En lo que salía la frase, Arreola movía trebejos en el tablero; en lo que charlaba, enrocaba; en lo que se rellenaban las copas, alineaba las torres. Sólo con ese tiempo analítico podía crear relatos como El prodigioso miligramo (parte de Confabulario). Ese microuniverso que representa todas las vertientes de la vida comunitaria, donde un breve eslabón descompuesto puede derrumbar años de esfuerzos y aprendizaje. Se trata de una hormiga que se desvía del camino y halla un prodigioso milagro. No alcanzan las expresiones de asombro, porque de inmediato llegan la rígida ordenanza legal y las disputas motivo de tragedias. Todas las hormigas aspiran a encontrar su prodigioso miligramo que les atraiga honores y les dispense las duras jornadas laborales. Es el inicio de la descomposición.

Entre el bastón y el discurso

Arreola, desde joven y sin necesidad de apoyo para sus pases dancísticos de avanzada calistenia, usaba bastón como elemento de la elegancia masculina, en ocasiones soporte más que de sus huesos de sus palabras claras en verborreas complejas, dueño de la palabra como gran juglar de los decires, que eran sabiduría expuesta y oprobios de la infortunada incultura nacional.

Admirado por Octavio Paz, Jorge Luis Borges o Fernando del Paso (autor del importantísimo libro fruto de numerosas entrevistas Memoria y olvido de Juan José Arreola, editado por el Fondo de Cultura Económica), el juglar de Zapotlán fue siempre un hombre listo para existir, como personaje del escenario o voz narrativa. Gastaba el dinero con la facilidad de la felicidad, no con dispendio de baratijas que quizá le parecía inmoral. Pero endeudarse para agasajar a los invitados con quesos y vinos no era de ninguna manera un gasto que enjuiciar. La vida estaba ahí, así que había que montar en escenario o conducir un programa que interesaba y abrumaba a televidentes que no podían creer que les hablaba con erudición envolvente un hombre autodidacta, gran conocedor de los clásicos y la historia, y la filosofía y las epopeyas, con una academia formativa limitada al cuarto año de primaria. Conquistó a Sara Sánchez Torres (tuvieron tres hijos; uno de ellos, Orso, hizo la gran recopilación de memorias, diarios y cartas de su padre, todo reunido en el libro El último juglar) y conquistó una técnica literaria que podía considerarse excesiva, llegando a hacer estudios y ensayos sobre la mejor forma de abrir o cerrar párrafos y relatos enteros con la palabra correcta, porque de ninguna manera es lo mismo despedir al lector con una palabra grave que con una aguda.

Hasta quedar exhaustos

Hugo Hiriart dijo que el hombre que lo abarcaba todo con el mismo talento era cúmulo de libertades que afortunadamente nunca encabezó escritorios indeseados. “Arreola pudo haber sido abogado litigante, bruto, orador de plazuela, reportero, catador de vinos, evangelista en Santo Domingo o Pierrot en la comedia del arte, vendedor de telas y encajes, mago de feria, cronista de la colonia Cuauhtémoc, laudista, carpintero o sastre, pero no habría sido acertado elevarlo a Presidente de la República poniendo en sus manos los destinos del país. Quién sabe qué habría sido de nosotros si Juan José Arreola llega a la primera magistratura de la nación (…). Obsérvese que Arreola, como Kafka, ha eludido minuciosamente toda forma de poder (…). La elocuencia de Arreola termina donde empieza el ejercicio atroz de mandar”.

Para Arreola, cualquier mínimo elemento tenía capacidad de ignición y avalancha creativa. Así lo recordamos los lectores, así lo reconocían las celebridades literarias. Borges dijo en su selección de cuentos fantásticos, que incluían al tapatío (justamente con El prodigioso miligramo): Desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, en una época de recelosos y obstinados nacionalismos, fija su mirada en el universo y en sus posibilidades fantásticas.