a 17 edición del Festival Internacional de Cine de Morelia ha refrendado lo que era ya una evidencia incuestionable. No sólo es la plataforma de promoción del trabajo nacional más importante en el país, sino también un estupendo escaparate del mejor cine de ficción y documental que se produce a nivel internacional. También es un foro público que analiza y cuestiona las contradicciones entre una industria nacional que conoce un auge inusitado y una buena proyección mundial, así como las políticas del régimen actual que, en materia cultural, no parecen reconocer cabalmente la urgencia de dar un respaldo más vigoroso, en el presupuesto y en una legislación proteccionista, al cine mexicano. La coartada de la defensa del libre comercio sólo ha facilitado, en los hechos, que la producción mexicana más prolífica en las últimas décadas deba verse eclipsada, y en rigor arrinconada, por la hegemonía del cine estadunidense en la cartelera comercial. De un gobierno progresista, y declaradamente antineoliberal, se esperaría poner finalmente freno razonable a esas políticas mercantilistas que por largo tiempo han invisibilizado la mejor producción.
El FICM ha sido, durante ya casi dos décadas, el mejor barómetro para calibrar la buena salud de este cine, y para difundir, así sea fugazmente, sus producciones más valiosas. El año pasado permitió dar cuenta de la relevancia del trabajo de ficción, y en particular de la presencia femenina (La camarista, El ombligo de Guie’dani, La caótica vida de Nada Kadic, Leona, Asfixia, Antes del olvido, Luciérnagas o Las niñas bien). Y aunque en la edición de este año la ficción tuvo títulos notables (Mano de obra, de David Zonana; Sanctorum, de Joshua Gil; Ya no estoy aquí, película ganadora del certamen, de Fernando Frías de la Parra; Esto no es Berlín, de Hari Sama, o Territorio, de Andrés Clariond Rangel), justo es reconocer que el cine documental tuvo presencia aún más sobresaliente, no sólo por la calidad de su factura y el profesionalismo en sus estrategias de investigación exhaustiva, sino por el grado de pertinencia al abordar los temas que más interesan e inquietan a los espectadores: el auge incontenible de la violencia en México; las redes de complicidad entre gobiernos, empresarios y delincuentes en el hasta hoy fallido combate al crimen organizado, y las respuestas comunitarias que en muchos lugares han rebasado con creces los esfuerzos titubeantes de muchas autoridades para garantizar la paz social.
Al respecto, el documental Oblatos, el vuelo que surcó la noche, de Acelo Ruiz Villanueva, recupera la memoria colectiva de la persecución y saña oficial que padecieron los jóvenes militantes de la extrema izquierda durante la guerra sucia de los años 70. Los testimonios de los hoy sexagenarios sobrevivientes de la Liga Comunista 23 de Septiembre son demoledores y revelan la doble moral y la desinformación mediática que, después del encarcelamiento, los condenó al ostracismo y al estigma social. En ese mismo registro del recuerdo, el documental ganador, El guardián de la memoria, de Marcela Arteaga, elabora, a través de la figura de Carlos Spector, abogado de migración en Texas, una vigorosa denuncia de las erráticas políticas de asilo en Estados Unidos para quienes huyen de la violencia en México, señalando de paso el limbo jurídico y el infierno moral de quienes han sido víctimas, en nuestro país, de ese crimen autorizado
en que se ha convertido la pretendida guerra a la delincuencia organizada debido a la colusión de intereses que vinculan al crimen con diversas cúpulas empresariales.
Un trabajo original y valiente, Bad hombres, de Rodrigo Ruiz Patterson, describe la vida diaria de migrantes indocumentados que padecen, en nuestro lado de la frontera, los saldos de la pauperización y la xenofobia. El encierro es tema recurrente, de modo muy diverso, en Sísifos, poderoso testimonio coral de Nicolás Gutierrez Wenhammar y Sebastián Mohar Volkow sobre los anexos para alcohólicos anónimos, y Retiro, de Daniela Alatorre, sobre mujeres que soportan, de modo muy ambivalente, los estragos de una cultura patriarcal fuertemente religiosa. Variantes notables de esta temática son los títulos Dibujos contra las balas, de Alicia Calderón, y Niña sola, de Javier Ávila. El encierro espiritual a que obliga una discapacidad visual es también detonador de un proceso liberador, y está presente en Maricarmen, documental sensible y sobrio de Sergio Morkin, cuyo contrapunto indigenista es Tote_Abuelo, de María Sojob, relato de una solidaridad afectiva ambientado en una comunidad tzotzil. Vaquero de mediodía, de Diego Enrique Osorno, y Tío Yim, de Luna Marán, son vasos comunicantes de la evocación nostálgica y reivindicadora de personajes anónimos o incomprendidos; también maneras intimistas y novedosas de una recuperación de la memoria colectiva. Más que una crónica detallada en los diarios, todos estos trabajos documentales merecerían la justicia de una difusión digna en la pantalla grande. Sólo así podría apreciarse, en su mejor dimensión, la originalidad y riqueza del actual cine mexicano.