Recuerdos // Empresarios (CXIV)
uando llega la hora del almuerzo, se abre la primera brecha grande entre los espectadores y los del cartel del día. Los primeros van en busca de platos regionales, mientras los demás apenas si consiguen comer algo.
“Los toreros no comen, en principio, por si les ocurre algo en la plaza, pero también se debe a que no sienten hambre antes de torear. Recuerdo que una mañana íbamos a Gómez Cardeña, el cortijo de Juan Belmonte. Juan venía en el coche y pasamos por Triana para recoger a un novillero que empezaba a ser torero. Al estar en el campo tentando unas becerras, Juan llamó al novillero para que toreara de muleta. El chico no hizo nada bueno y oí que Belmonte decía para sí:
“–Claro, ¿cómo iba a ser torero?’
“Curiosa, le pregunté por qué había decidido antes de verlo torear, que el chico no valía nada.
–Cuando lo fuimos a buscar –me contestó el sabio Terremoto– estaba comiéndose un gran sándwich. ¿Tú crees que alguien con alma de torero, sabiendo que iba a mi cortijo para torear podría sentir hambre?
“Confiada, pues, en estas palabras, afirmó que hambre no hay.
“El descanso es indispensable, y frente a la fuerza de voluntad del diestro, los músculos se abandonan. Éste espera ansiosamente el momento de levantarse y dar por terminado el difícil rato de estar sin distracciones.
“Llegada la hora de vestirse, los músculos reaccionan como resortes. Por mi parte, puedo decir que me sentía muy bien en aquellos momentos. Me agradaba la sensación del cuello de goma y del justo corte del pantalón de talle. Sobre todo, me sentía bien porque la idea de un toro de lidia, cuando estaba con faldas y tacones, resultaba espantosa. Conforme iba poniéndome los botos y abrochando las polainas, me sentía otra persona, era como si el toro tuviera que respetar mi torera indumentaria. Nunca bailé flamenco ni tengo la menor idea de cómo se cante, pero cuando estaba vestida, hasta me sentía capaz de hacerlo. Asunción me apretaba las correas de los zajones y al rato aparecían los banderilleros, muy tiesos en sus trajes de luces. Al verlos tenía una sensación de profundo compañerismo y sincera amistad, que jamás olvidaré. Esperábamos juntos la llamada del mozo de espadas.
“Éste vive, entonces, los momentos más apurados de su profesión, pues pasa a ser el componente más importante de la cuadrilla. Da órdenes a todos, recibe súplicas de las personas que quieren algo del matador, recibe el dinero anticipado, distribuye las entradas que fueron prometidas a los amigos, empuja a quien se ponga por delante y, muy marcial, con media docena de ayudas –que son lo que trabajan–, va llevando las toallas, el botijo y la espuerta hacia el coche que rodeado de gente, con el motor acelerado, espera al matador. Lanzando varias órdenes, que incluyen las dirigidas al policía de tráfico y al matador, la autoridad del mozo de espadas se hace sentir y a los pocos instantes montamos en el coche rumbo a la plaza.
“Dicen que Marcial Lalanda afirmó que si los contratos se firmaran en el patio de cuadrillas, no habría corridas. Nunca le pregunté si es verdad que lo dijo, pero creo que los que han conocido ese trance pueden confirmar esta opinión. Los toreros quedan separados de súbito del ambiente que hay en el tendido y hasta del propio mundo. Son los momentos más terribles que pueden imaginarse, los de la metamorfosis, cuando un mortal cualquiera se transforma en torero. Se sufre de veras. ¡Ahí sí que se tiene miedo! Ahí no caben gestos de valor espectacular nacidos del amor propio o de la afición o de la envidia de las palmas ajenas. La corrida ya no se puede suspender y el torero no tiene más remedio que esperar, aguantar y tragar el paquete, que en este caso no pasa de sencilla saliva, pero cuesta más que cualquier toro de muchas arrobas.
“La fisonomía de todos se mantiene impasible, lo sé. Pero también sé que cada uno piensa solamente en su persona. Ahí no hay sol ni arena; ahí no está el toro que en el ruedo, es un toro como los otros. Ahí está el toro de la fantasía que, en un momento embiste maravillosamente como ninguno haya embestido y en el otro no tiene lidia posible. Ahí está más cerca la enfermería que la autoridad…”
(Continuará) / (AAB)