Opinión
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El Melville de Hardwick
A

unque llegué a la lectura de Herman Melville, la biografía de Elizabeth Hardwick, por caminos tan ajenos a las celebraciones actuales por el bicentenario de Melville que ya ni siquiera recuerdo cuáles fueron, ni a quién estaba yo leyendo que mencionó a Hardwick ni tampoco por qué de su bibliografía elegí precisamente este libro, me da mucho gusto incorporarme, aun coincidentemente como ha sido, a los festejos por el par de siglos que hace que Melville nació.

Me detengo primero en el invaluable encuentro con Elizabeth Hardwick que ha representado mi lectura de esta vida de Melville. No me fue fácil adentrarme en sus ricas páginas. Tuve el ejemplar impreso, que tampoco recuerdo si lo encargué vía electrónica o a algún miembro de mi familia en el extranjero. Lo cierto es que estuvo en mi poder durante algunos meses, sobre la mesilla de noche, pequeño, delgado, bello, acariciable. Pasta dura, con cubierta. En varias ocasiones empecé a leerlo y, lamentándolo, volver a cerrarlo, sólo para colocarlo en su transitorio lugar. Hasta que por fin hace unos días volví a abrirlo y, en esta ocasión, finalmente propicia, no lo solté hasta terminar, apasionadamente, de leerlo. Yo misma sonreía de mis propios suspiros de gozo mientras leía. Si la vida de Melville es apasionante, la fuerza, la delicadeza de la prosa con la que Hardwick la narra asimismo lo es. Una escritura profunda, informada, en sí misma apasionada, de una autora que conoce su tema y que maneja el mejor lenguaje, el más rico, para registrar con precisión, elegancia y sucintamente, este conocimiento suyo.

Recorre la vida de su autor, la familiar, la viajera, la literaria, la social. En el camino, recoge cada una de sus obras y su respectiva historia editorial. Se detiene especialmente en Moby Dick, por supuesto, del mismo modo en que destaca extensamente la amistad del biografiado con Nathaniel Hawthorne. Pero la manera en que insiste en referirse a Redburn, la primera novela de Melville, autobiográfica, la más popular de sus narraciones, la que él desdeñó y que habría deseado desconocer, me llevó a conseguirla y leerla, fascinada, sonriente, como quien de veras entiende lo que está leyendo y de veras lo está disfrutando.

Porque leí Moby Dick en mis años formativos, pero afirmar con honestidad que entendí la dimensión en la que la que la obra se mueve, sería falso. En aquel lejano momento era incapaz de comprender prácticamente nada, por más que leyera de principio a fin el texto, y mucho menos gozarlo y dejarme llevar por su profundidad, arrullar por la música de su lengua y de su estilo.

Bartleby, el escribano, me acercó más a Melville que Moby Dick. Lo releí y lo releo. Me perturba y me fascina al mismo tiempo. Me pregunto si es una limitación mía, comprender y disfrutar la lectura de un escrito breve, abarcable, contra otro, no sólo del mismo autor y de igual calidad, pero tan extenso que, casi, me alerta de que seré incapaz de adentrarme en él, comprenderlo, disfrutarlo.

Cuando hace años leí un ensayo de Somerset Maugham en el que sostiene que Don Quijote sería una obra mejor y más disfrutable si no contuviera las noveles breves que Cervantes le incorporó, estuve de acuer-do con él. Él, que había leído Don Quijote varias veces, tanto en su lengua materna, el inglés, como en español. Y estuve de acuerdo con él, a pesar de que yo había no sólo leído ya Don Quijote, sino que había escrito sobre él, El tapiz flamenco, que publiqué en 1976.

Vuelvo a Hardwick. De su vida personal, destacaría que se casó con Robert Lowell, con quien tuvo una hija y de quien se divorció tras una veintena de años de casados; murió nonagenaria, dos décadas después de él. De su vida intelectual, que fue altamente reconocida, diría que en 1962 formó parte, la única mujer del puñado, de los fundadores de la revista The New York Review of Books que, casi medio siglo después, sigue viva. O registrar, de 1983, su Bartleby en Manhattan, la reunión de sus ensayos críticos.