Recuerdos // Empresarios (CXIII)
scribió Conchita…
“Un día de toros.
“Para el torero que va a actuar, las emociones de toda la mañana se van acumulando hasta el momento escalofriante del toque del clarín.
“Desde que despierta y no se puede volver a dormir debido al ruido de la llegada de coches y forasteros, el torero siente unas cosquillas en el estómago que ya no lo dejan descansar.
“Ansiosamente, se levanta para abrir la ventana y vislumbrar su suerte. Quiere saber si es un día de sol y moscas
y cerciorarse, mirando los árboles cercanos, de que las hojas están quietas tanto como desea. El viento es un enemigo temible.
“Desde ese momento las horas empiezan a pasar como minutos. Al bajar de su habitación el torero es el centro de todas las miradas, lo que acaba por darle una sensación de ilimitada confianza en su persona, convenciéndolo de que sería capaz de conquistar el mundo. Y, al rato, caminando por las calles, el diestro se identifica perfectamente como parte del incomparable ambiente de una mañana de toros, tan parte como el ruido en los cafés, los claveles en las solapas y los carteles en las esquinas. ¡Qué sensación maravillosa, única!
“Al tocar de las campanas, el torero se dirige a la iglesia. Allí, quizás advierta un ligero sentimiento de envidia, ante el tranquilo recogimiento de los presentes. ¡Cómo son distintas las vidas de unos y otros en aquellas mañanas! ¡Qué paz la de aquellos, qué santa paz, y cuánta inquietud hay en el torero, que mira con verdadera ansia la imagen de su devoción! Más que seguir la misa, ruega por su suerte y por su vida, aunque lo disimule. Yo recuerdo que, a pesar de ser católica y forme practicante, había algo que en esos momentos me llevaba hacia la superstición. Procuraba adivinar en las caras impasibles de las imágenes una sonrisa, cosa que frecuentemente, debido a los reflejos de las velas, conseguía imaginar. Entonces me quedaba tranquila.
“Después de la misa, a eso de las once y media de la mañana, en los corrales de la plaza hay un movimiento inusitado. Es la hora del sorteo, y los toros, inquietos, pasean de un lado a otro del corral mientras los banderilleros, detrás de los burladeros, van separándolos por lotes. Así quedarán emparejados el mayor con el de menor poder, el más cornalón con el más cómodo de cabeza y el más agradable de tipo con el que menos agrada a los de la coleta. Hechos los lotes, un representante de cada matador –escogido por ser el considerado como de más suerte
– saca de un sombrero los números del lote que le tocará a su torero. Enseguida, entre los pesados golpear de las puertas y el repiquetear de los cencerros, se enchiqueran los toros. Los curiosos abandonan la plaza, quedando dentro de sus paredes; los mayorales, algunos empleados y tal vez algún picador que, desconfiado, haya decidido, ante la importancia de los enemigos, quitarle a su jaca algo de temperamento. Ahí se queda picando con una garrocha las paredes de los corrales.
“Encontrándose nuevamente en el hotel y frente al matador, la cuadrilla informe que la entrada será magnífica, que los toros están preciosos y que hay uno como para cortarle las orejas. Esto lo dicen siempre, aunque en las taquillas no haya nadie y en los corrales no existan mas que birrias. Los matadores –charlando con unos amigos– saben que aquello les toca muy adentro, pero no prestan mucha atención. El pensar en toros ahí da una sensación de inseguridad. Tiene que nacer otra personalidad, la del torero, antes de que se pueda cumplir la profecía de cortar orejas. Las cuadrillas se retiran comentando entre sí las verdades que siempre ocultan al matador.
Por las calles se viven los momentos de las ilusiones. Los aficionados discuten, las entradas vuelan. La empresa está feliz pensando que aún pueden llegar forasteros que le llenen la plaza y presumen los mozos de espadas y los apoderados. Quizás el único que esté en la realidad sea el limpiabotas de la esquina. En sus manos están las zapatillas de las cuadrillas que, desatadas y sin brillo, hablan de lucha y de muerte. Pero ni aquellas resisten mucho tiempo la atmósfera expectante de un día de toros y, al rato, muy ufanas, brillan desde su puesto en la esquina.
(Continuará)
(AAB)