Domingo 15 de septiembre de 2019, p. a16
Los zarpazos, exabruptos y el tono contundente como un uppercut del mejor Charles Bukowski se reúnen en Las campanas no doblan por nadie. Son piezas bañadas de sexo y alcohol, escritas a pie de calle, con la afilada pluma del cronista más visceral del otro lado del sueño americano. También se incluyen algunos de sus dibujos, siempre feroces y procaces. Con autorización de la editorial Anagrama, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de este libro.
Los padres murieron más jóvenes de lo que se suele morir, el padre primero, la madre poco después. Él no asistió al funeral del padre, pero estuvo en el último. Algunos vecinos lo recordaban de niño y lo consideraban un ‘‘buen chico’’. Otros solo lo recordaban de adulto, en esporádicas estancias de una o dos semanas en casa. Estaba siempre en alguna ciudad lejana, Miami, Nueva York, Atlanta, y su madre decía que era periodista y, cuando llegó la guerra y él no se alistó en el ejército, ella adujo una enfermedad cardiaca. La madre murió en 1947 y él, Ralph, se mudó a la casa y pasó a formar parte del vecindario.
Fue víctima de la atención del barrio, que era decentemente mediocre, formado por propietarios que vivían en sus casas en lugar de inquilinos de alquiler, de modo que uno era más consciente de la permanencia de las cosas. Ralph parecía mayor de lo que debería haber parecido,así que tenía un aspecto bastante cansado. A veces, no obstante, bajo tonos de luz favorables era casi guapo, y el párpado inferior izquierdo se le contraía a veces tras un ojo casi llamativamente iluminado. Hablaba poco y, cuando lo hacía,parecía bromear y luego se marchaba a paso demasiado ligero o con una suerte de contoneo desgarbado, las manos en los bolsillos y los pies planos. La señora Meers dijo que tenía ‘‘una cara amable, comprensiva’’. Otros opinaban que era desdeñoso.
La casa había estado bien cuidada: los arbustos, las extensiones de césped y el interior. El coche desapareció y, poco después, en el jardín de atrás había tres gatitos y dos cachorros. La señora Meers, que vivía al lado, se fijó en que Ralph pasaba mucho tiempo en el garaje retirando telarañas con una escoba. Una vez vio que les daba una araña tullida a las hormigas y se quedaba viendo cómo la hacían pedazos viva. Aquello, más allá del incidente, fue lo que dio rienda suelta a la mayoría de las primeras con-versaciones. El otro fue que al bajar la colina se había encontrado con la señora Langley y le había dicho: ‘‘Hasta que la gente no aprenda a excretar y copular en público, no serán decentemente salvajes ni cómodamente modernos’’. Ralph estaba muy ebrio y se dio por sentado que estaba llorando su pérdida. Además, parecía dedicar más tiempo a los gatitos que a los cachorros, casi como para tocar las narices, y eso, naturalmente, era raro.
Siguió llorando su pérdida. El césped y los arbustos empezaron a amarillear. Recibía visitas, se quedaban hasta las tantas y a veces se las veía por las mañanas. Eran mujeres, mujeres robustas de risa sonora; mujeres muy flacas y desaliñadas, mujeres mayores, mujeres con acentos ingleses, mujeres que una de cada dos palabras que decían hacían referencia al baño o la cama. Poco después había gente día y noche. A veces pasaban días sin que se viera a Ralph. Alguien puso un pato en el jardín trasero. La señora Meers se aficionó a dar de comer a las mascotas y una noche el señor Meers, furioso, conectó su manguera a los grifos de Ralph y le dio un buen remojón a toda la propiedad. Nadie se lo impidió, nadie se dio cuenta si quiera, salvo ‘‘un hombre delgado de aspecto horrible’’ que salió por la puerta mosquitera con un puro en la boca, pasó junto al señor Meers, abrió el incinerador, miró dentro, lo cerró, volvió a pasar junto al señor Meers y se metió en la casa.
A veces, por la noche, se peleaban hombres en el jardín trasero y una vez el señor Roberts (que vivía al otro lado) llamó a la policía, pero para cuando llegaron todo el mundo estaba otra vez dentro de la casa. La policía entró en la casa y se quedó allí un rato. Cuando se marcharon, lo hicieron solos.
Empezó a resultar casi excesivo cuando de pronto los vecinos se dieron cuenta de que la gente había desapareci- do. El pato también había desaparecido.Las noches empezaron a ser tranquilas. De día solo había una mujer, enjuta de cara, con acento inglés y bastante esnob, aunque vestía con decencia y era más joven que las de antes. Veían a Ralph volver a casa con libros de la biblioteca y luego irse todas las mañanas a las siete y cuarto vestido con mono de trabajo. Empezó a tener mejor aspecto, aunque la señora Meers olió a whisky en el aliento de la mujer las pocas veces que habló con ella. Ralph empezó a regar y podar el jardín. Su párpado inferior izquierdo mejoró. Hablaba más. ‘‘La gente es buena. Todo el mundo es bueno. Espero que seamos buenos amigos –le dijo al señor Roberts–. Supongo que he sido un chaval toda la vida. Supongo que estoy empezando a madurar. Y no se preocupe por Lila. Es..., es de lo más...’’ No terminó. Se limitó a sonreír, movió una mano en el aire y dirigió la manguera hacia un arbusto.
A veces los fines de semana lo veían en estado de embriaguez, y a ella también, claro, pero él siempre iba a trabajar y era una persona amable,de lo más simpática. ‘‘Ojalá fuera ella como Ralph. ¡Bueno, ya sé que empina el codo! Pero es un chico estupendo..., ¡y ese trabajo que tiene, ya sabes! Es muy simpático. Pero supongo que la necesita.’’
Debía de necesitar a los otros también. Empezaron a volver, primero unos pocos y, luego, los demás. La mujer, Lila, parecía detestar a la mayoría. Se ponía hecha una furia pero Ralph se reía. Entonces llegó el pato. Cuando llegó el pato, Lila se sumió en el silencio. Los gatitos y los cachorros casi se habían hecho mayores y el pobre pato,que antes era el amo, lo pasó mal. Vieron que el ‘‘hombre delgado y de aspecto horrible que fue al incinerador’’ construía un corralito y entonces los vecinos llegaron a la conclusión de que el pato era propiedad del ‘‘hombre delgado y de aspecto horrible que fue al incinerador’’.
Uno de los perros murió. Trajeron un piano y lo tocaron casi sin cesar, día y noche, durante una semana y luego lo dejaron de lado. Enterraron el perro detrás del garaje y pusieron una cruz en el cuello de una botella de whisky medio hundida en la tierra. Pero no habían enterrado al chucho lo bastante hondo y empezó a oler. Una noche una mujer fornida invadió la tumba y quemó los restos en el incinerador, maldiciendo a voz en grito, violentamente, riéndose y luego vomitando y llorando. ‘‘No es la muerte lo que nos duele, es hacernos viejos, cada vez más viejos... las manos arrugadas, la cara arrugada... ¡Joder, hasta el trasero lo tengo arrugado! Joder, joder,la vejez: ¡la odio, la odio!’’
Evidentemente vendieron el frigorífico. Todos intentaron ayudar a los hombres de la furgoneta a meterlo en el vehículo. Se rieron a gusto. El piano también desapareció. Corrió la voz de que Lila había intentado suicidarse y no lo había logrado. Durante varios días estuvo muy borracha, vestida con una faldita sumamente corta y tacones de aguja de diez centímetros. Habló con todo el mundo, incluso con los vecinos.