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Municipios autónomos y 40 años de resistencia
“N

osotros le dijimos claro al gobierno, en 1994, que el pueblo va a mandar en Chiapas”, comentó el indígena tojolabal Aurelio en esa mañana de verano, mientras preparaba la mezcla de cemento para resanar la pared de la escuela secundaria en el municipio autónomo Vicente Guerrero. El pasado 17 de agosto, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) comunicó la creación de siete nuevos Caracoles con lo que conforma cuatro nuevos municipios autónomos. ¿Cómo se comprende este proceso en la historia reciente de Chiapas? Se trata de una realidad que proviene de décadas de trasformaciones sociales que entrelaza la política, la religión y el mundo indígena campesino. Recordarla es entender la autonomía.

Entre 1968 y 1978, con el proceso de entrada de la catequesis liberadora en los Altos de Chiapas, se consolidó un movimiento catequístico. La prueba de ello fue la movilización social a partir de las redes religiosas tejidas en las comunidades y la organización del Congreso Indígena de 1974.

Los campesinos del movimiento de solicitantes de tierra, autónomamente, conquistaron y defendieron sus derechos a través de la lucha pacífica. La incorporación de extensiones de tierra al régimen ejidal permitió la defensa de la tierra comunal. Así, se establecieron autoridades comunales que, al distribuir tierras, no sólo permitieron la igualdad de derechos, sino también las asambleas para equilibrar a las comunidades ante conflictos internos y externos.

Las organizaciones sociales que se formaron fueron dirigidas y muchas veces creadas por algún grupo de catequistas. En otras ocasiones, no necesariamente indígenas religiosos, pero sí altamente politizados y con objetivos y metas definidas.

En la zona tsotsil de los Altos, como también en las regiones tojolabales, tseltales, zoques y choles de la Selva Lacandona, la movilización llevó a miles de indígenas a luchar por la tierra en organizaciones como ANCIEZ, OCEZ, CIOAC o Quiptic ta Lecubtesel, a pesar de la represión de rancheros, terratenientes, finqueros y gobiernos a través de sus guardias blancas, policías y ejércitos.

Aunque durante las décadas de los años 70 y 80 los caminos institucionales de lucha por la tierra y otras reivindicaciones se encontraban cerrados desde los gobiernos, las movilizaciones de las organizaciones buscaron, en principio, las formas pacíficas y autónomas para mejorar las indignas condiciones de vida imperantes.

La respuesta de gobiernos estatales y federales fue aplicar medidas paliativas de contención a las demandas campesinas, y en la mayoría de los casos la contrainsurgencia, represión y encarcelamiento de los religiosos indígenas y líderes sociales.

La opción preferencial por el pobre fue un esfuerzo radical de la diócesis católica de San Cristóbal para apoyar a miles de comunidades. Los indígenas lo tradujeron como una lucha por la vida que se equilibraba con las ideas de la salvación y liberación. La línea política de los indígenas religiosos, aunque algunos no pudieran o no quisieran ver o intentaran detenerla, estaba trazada hacia la trasformación de las estructuras sociales.

Esto requirió que las acciones viajaran más allá de sus fronteras para ingresar a las ciudades ladinas de la región. En las cabeceras municipales y en Tuxtla era donde se encontraban los trámites de regularización, distribución, compra y venta de la tierra. La diócesis tuvo que articular una línea política y adoptó posiciones más radicales para la defensa de los derechos y la recuperación de las tierras. No era una declaración o decisión coyuntural, sino que era una lucha respaldada por el impulso de la lacerante realidad campesina. Las arbitrariedades del gobierno y finqueros eran acciones premeditadas que traían como consecuencia encarcelamientos, ataques y masacres. Desde el gobierno se buscó descalificar a organizaciones sociales y a la diócesis para que abandonaran este camino.

Entre 1968 y 1988, la lengua y la cultura indígena fueron los canales con los que la cosmovisión maya interpeló a la diócesis, activistas y guerrilleros. La politización de los indígenas no sólo vino con el impulso del Congreso de 1974, sino también y fundamentalmente con la demanda de tierra y la esperanza por liberarse del poder y dominio del régimen finquero que, aunque degradado, todavía tenía fuertes resquicios.

A finales de la década de los años 80 los caminos institucionales se habían cerrado, pues sólo eran filtros que desgastaban las luchas sociales. Para fortalecer a las comunidades, el obispo Samuel Ruiz entendió que era imprescindible contar con diáconos (quienes realizaban casi todo el trabajo sacerdotal). Para 1993, había 7 mil 822 catequistas, 422 candidatos de 2 mil 608 parajes. Poco después, había ya 311 diáconos permanentes y cuyo proceso consolidó el nacimiento no sólo de la iglesia autóctona, sino también actualmente, la autónoma.

El levantamiento armado del EZLN en 1994 y la paulatina instalación de municipios autónomos son sólo los efectos de complejas formas de ejercer la libertad y la vida a través de autoridades civiles, ejidales, espirituales y militares, y que provienen de más de 40 años de insubordinación y resistencia popular. El actual amanecer de verano, con siete nuevas Juntas de Buen Gobierno, supone una nueva etapa en la historia indígena de México.