iambattista Vico merecería haber sido argentino. El filósofo napolitano del siglo XVIII, autor del conocido corsi e ricorsi, su teoría de los ciclos históricos que se repiten, podría constatar literalmente su eterna vigencia, al revivirse aquí los dramaticas instancias de una nueva crisis económica, política y social.
Fracasadas todas las expectativas del intento neoliberal del presidente Mauricio Macri, el gobierno que llegó con la pretensión de desterrar, horrorizado, las prácticas políticas populistas
del periodo 2003-15, calificadas de demagógicas
por su naturaleza redistributiva del ingreso y propiciatorias del consumo popular, se desmoronó finalmente y tras las elecciones del 11 de agosto entró en un ocaso al parecer definitivo. Tanto, que nadie asegura que el Presidente siga a cargo del Ejecutivo al momento de la primera vuelta electoral, el 27 de octubre.
Es que las primarias partidarias, obligatorias para todos los ciudadanos y una verdadera encuesta de opinión, concluyeron en el fiasco para la élite empresarial gobernante: la dupla peronista progresista integrada por Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner obtuvo 12 millones de votos, 49.49 por ciento, al tiempo que sólo 8 millones, 32.94 por ciento, respaldaron a los oficialistas Mauricio Macri-Miguel Pichetto. Con esos datos, el oficialismo ingresó a un indetenible deslizamiento por el tobogán del adiós.
Previsible, la primera reacción de Macri fue de reproche a los votantes, a los que consideró ingratos por no reconocer los méritos de un gobierno que ofreció el paraíso liberal pero que, en cambio, llevó el país al colapso: megadeuda externa, desbordada devaluación y, finalmente, default de pagos. Pronto reapareció más racional y, mediante un funcionario de menor rango, reconoció que fueron derrotados porque le metimos la mano en el bolsillo a la gente
.
Así naufragaba la ilusión neoliberal que aspiraba a imponer todas las pautas que desde Von Mises y Hayek se vienen predicando desde hace 80 años, el Estado mínimo, el predominio del mercado, la preeminencia de lo individual sobre lo colectivo, la exaltación de la competencia, la omnipotencia rentística y la insolidaridad social.
La aplicación de esas políticas extremas, con sus componentes clasistas y racistas, llevó la Argentina a un infierno donde el PIB se derrumbó, el desempleo subió a la nubes, el alza de precios se desbordó, la devaluación exterminó el valor de la moneda, los servicios públicos se volvieron impagables, la pobreza llegó a niveles exasperantes y el riesgo país, que miden las calificadoras internacionales, creció hasta un rango alarmante.
El último tramo de esta crisis, hoy terminal, comenzó en abril de 2018, cuando la prometida lluvia de inversiones extranjeras
para dinamizar la economía, se tornó quimérica. Fue la admisión de que el alineamiento incondicional con Estados Unidos, las peregrinaciones anuales de Davos, la fastuosa recepción del G-20 en Buenos Aires y la explícita subordinación a los mercados financieros globales, demostraron nula utilidad. Se tuvo entonces que apelar al extremo recurso de pedir el auxilio del Fondo Monetario Internacional, una odiosa práctica que Argentina había abandonado, pago de la deuda mediante, por Néstor Kirchner.
Merced a la presión de un Trump, obsesionado por consolidar al gobierno latinoamericano que junto al de Bolsonaro en Brasil encarna los intereses de Washington en el continente, el directorio del FMI concedió un crédito excedido de los límites de toda prudencia que generó conflictos con sus socios europeos. Tanto, que no hay casualidad en la repentina renuncia de la presidenta del cuerpo Christine Lagarde con la excusa de asumir la titularidad del Banco Central Europeo.
Era obvio que Buenos Aires no podría responder a sus compromisos, que constituyen 65 por ciento de las acreencias totales del fondo, caso único en su historia, que favoreció irresponsablemente a un insolvente y, de este modo, permitió que ocho de cada 10 de los 44 mil 100 millones de dólares transferidos a las arcas argentinas no terminaran en obras públicas ni en inversiones productivas, sino en una indetenible fuga de divisas para beneficio de integrantes del gobierno, sus familiares y socios. Tal es el bochorno que se duda que el FMI vaya a desembolsar el próximo tramo del préstamo, unos 5 mil 400 millones de dólares.
Abrumado por la derrota electoral, frágil la gobernabilidad por su incierta capacidad de perdurar en el poder hasta las elecciones de octubre y el fin de su mandato, el 10 de diciembre, el gobierno de los gerentes privados convertidos en funcionarios quemó esta semana sus últimas insignias en la hoguera del fracaso. Finalmente se ve obligado a tomar medidas de emergencia frente a la crisis y el default, las mismas que repudiaba cuando las aplicaba el gobierno anterior: control de cambios, limitación a la remisión de utilidades y obligación de las grandes agroexportadoras, que hoy retienen 30 millones de toneladas de cereal esperando una devaluación aún mayor, a vender sus existencias y liquidar los dólares producto de dicha transacción.
La contradicción entre lo prometido en 2015 y la realidad de hoy sería irónica si no fuera trágica, porque el precio del desastre lo pagan los sectores más desprotegidos: 38 por ciento de pobres –de ellos, 4 millones provenientes de la otrora pujante clase media– que, para dar sólo un dato, vieron crecer sólo en agosto 30 por ciento el precio de la harina, en este país triguero que algún día fue el granero del mundo
y que en 1910 Rubén Darío bautizó poéticamente como país del ganado y de las mieses
.
* Periodista argentino. Abogado y editor. Fue diputado nacional y secretario de Estado.