Domingo 25 de agosto de 2019, p. a16
La realidad que ha ensombrecido la vida de muchas mujeres, tiñéndola de prejuicios y estereotipos es diseccionada por Anna Caballé, escritora y académica. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro Breve historia de la misoginia, de Anna Caballé © 2019, Ariel. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Una mañana de domingo, paseando por los puestos de libros del mercado de San Antonio, compré un librito cuyo título me llamó la atención, Cinco novelistas inglesas, firmado por Charles David Ley. Abriéndolo por el índice vi que trataba de las cinco grandes novelistas inglesas del siglo XIX: Charlotte, Emily y Anne Brontë, Jane Austen y Mary Ann Evans, más conocida como George Eliot. Comprendo que la leyenda que rodea a estas cinco grandes mujeres resulte motivo de muchas sutiles ironías. Ya están las mujeres, otra vez, hablando de las mismas de siempre... que si Jane Austen, que si Virginia Woolf... Es difícil, para un lector confortablemente instalado en un mundo de valores que no le agrede particularmente, hacerse una idea del impacto que supuso, y sigue suponiendo, la lectura de aquellas novelas (Jane Eyre, Orgullo y prejuicio, Cumbres borrascosas, Middlemarch) donde, por primera vez de una forma tan rotunda, un grupo de escritoras se atrevía a romper los paradigmas masculinos exponiendo públicamente su visión del mundo a través de sólidas ficciones sustentadas en la propia subjetividad. ¿Qué lectora no se ha sentido conmovida con el descubrimiento de una escritura tan interiormente libre como la de estas inglesas cercadas por la fuerza de la costumbre?
Sin embargo, y en general, las mujeres nos hemos acostumbrado a silenciar las verdaderas influencias recibidas, porque esas influencias han carecido del prestigio alcanzado por otros libros. Pienso ahora en las lecturas juveniles de mi generación: los libros leídos por los adolescentes varones que descubrían la literatura aproximadamente a la misma edad que las chicas. Ellos lograron dotar a esas lecturas formativas de un atractivo indiscutible. En sus autobiografías y memorias la experiencia adquiere una proyección universal: las maravillosas historias de Alejandro Dumas, de Emilio Salgari, de Julio Verne y tantos más, cargadas de héroes masculinos que luchan por su honor, por la ciencia, por el amor de una mujer y lo hacen disfrutando de atributos admirables (coraje, valentía, lealtad, honradez y sentido de la justicia). Poco sabemos todavía, sin embargo, de las lecturas que influyeron en las jóvenes de cualquier época. Con alguna excepción, como la de Emilia Pardo Bazán, la escritora sin miedo que dejó una magnífica descripción de sus lecturas adolescentes en los ‘‘Apuntes autobiográficos’’, tan erróneamente considerados por sus contemporáneos como un ejercicio de pedantería y presunción. Leamos qué dice Cristina Fernández Cubas sobre esta cuestión:
‘‘Hace algunos años, en cierta mesa redonda de imborrable recuerdo, nos preguntaron a los participantes cuáles habían sido nuestras lecturas de infancia. Citamos a Verne, a Stevenson, a Salgari... Y yo, sin sospechar a lo que me exponía, incluí el nombre de Louise May Alcott. Enseguida percibí una sonrisa entre mis compañeros de mesa. Una actitud de condescendencia que el público me devolvió como un espejo.’’
Muchas de nosotras leímos aquel maravilloso relato de iniciación en una versión censurada; a pesar de ello la fuerza vital, tan emersoniana, de la familia March resultaba más que inspiradora. Pero el prestigio no está del lado de la mujer a no ser que hablemos de largas piernas o de una piel de melocotón, de modo que su formación intelectual, por ejemplo, apenas ha interesado. Sólo las modelos, actrices y sopranos consiguen alcanzar un reconocimiento público que no se pone en entredicho ni pierde su valor por el hecho de haberlo alcanzado una mujer. En efecto, la lectura de Mujercitas ejerció una influencia enorme entre las adolescentes de aquella España franquista a la que se refiere Fernández Cubas, aunque no se haya estudiado todavía su valor como posible modelo femenino. Por más que Alcott se mostrara ajena a la proyección alcanzada con su relato, nada más publicarse en 1868, el formidable personaje de Jo March sirvió para que muchas jóvenes, más aficionadas a la lectura y al ejercicio que a pensar en vestidos y encuentros sociales, encontraran en ella un referente no sólo literario sino practicable.
Vuelvo al librito de Ley, editado por José Janés en marzo de 1948. Aquella misma noche me dispuse a leerlo. Pri-mero lo hojeé, como suelo hacer, descubriendo para mi sorpresa comentarios francamente extraños. En el capítulo dedicado a Jane Austen leí, por ejemplo: ‘‘George, el hermano menor, aún más joven que Jane, fue un simplón, como solía acontecer con el último vástago de las familias inglesas numerosas. En efecto, se siente uno tentado de pensar que acaso se deba al hecho de haber estado tan a punto de caer en la idiotez, que Jane haya llegado a convertirse en una artista de fama mundial. A pesar de su vida tranquila en la rectoría lugareña, su figura constituye un posible estudio para aquellos que gustan de investigar en la patología del genio’’. Me pareció un comentario francamente extraño, pero unas páginas atrás hablando de los hombres de letras y de su valor en la sociedad victoriana exclamaba: ‘‘Pero no vamos a extendernos aquí acerca de los genios, puesto que tratamos de las escritoras’’. No daba crédito a las palabras que leía. Me incorporé lo más que pude en mi butaca pensando que no era posible que un crítico literario abordara la semblanza de estas importantes novelistas con tales prejuicios, aun escribiendo en los años cuarenta, pero la experiencia no había hecho más que empezar. El autor parece carcomido por la desgracia de tener que admitir que la mejor literatura inglesa del siglo XIX, parte de la mejor en cualquier caso, fue femenina, de modo que los juicios despectivos sobre estas lúcidas y retraídas mujeres son continuos: Orgullo y prejuicio es una novelita que, simplemente, ha tenido suerte; los errores narrativos de George Eliot son tantos que resulta providencial que finalmente sus historias lleguen a buen puerto y en Cumbres borrascosas la actitud de Emily Brontë como narradora es tan ambivalente como la que los campesinos muestran con su ganado: con una mano acarician el lomo de una ternera mientras que con la otra afilan el cuchillo que la degollará. No obstante, el autor no desperdicia la ocasión de ensalzar al sublime autor de La feria de las vanidades, William Tackeray, quien, por su parte, admiró sinceramente a la autora de Jane Eyre, Charlotte Brontë, por ejemplo, y procuró obsequiarla lo que pudo durante sus breves estancias en Londres. No importa, Ley parece apenado cuando debe referirse al último viaje de la novelista, hermana mayor de Emily, a la capital,en 1851. Por lo visto, Charlotte Brontë asistió a dos conferencias pronunciadas por Thackeray queriendo responder así a su cortesía y sin pretenderlo en absoluto se convirtió en ambas en el centro de atención de la sala. Ley se lamenta: ‘‘En la segunda conferencia fue todavía peor. Los asistentes, gentes del medio literario y de la aristocracia, abrieron paso a Charlotte y esperaron de pie a que ella saliese, como si ella fuese la reina de Inglaterra. La pobre Charlotte, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió llegar a la puerta sin desmayarse’’ (...)