|
|||
Editorial
La guerra del fertilizante La inercia y los intereses generados a lo largo de los años imponen una reforma paulatina, con fases y metas previamente definidas, en las que al tiempo que se transforma el programa se va incorporando a una política integral de desarrollo rural donde el fertilizante no es la palanca única ni la principal. Porque no llegaba el fertilizante prometido por el gobierno federal, a principios de junio estalló en Guerrero una insurrección en la que participaron alcaldías, comisariados ejidales, organizaciones campesinas, policías comunitarias, partidos políticos, amapoleros y cárteles del narco que por más de dos meses bloquearon carreteras, saquearon bodegas, secuestraron funcionarios y se enfrenaron a la fuerza pública. Los servidores de la nación encargados de hacer el nuevo padrón de beneficiarios, la Sader como responsable y Jorge Gage, coordinador nacional del programa de fertilizantes, se vieron rebasados. Mientras, el gobernador sonreía complacido por el desmadre. Consecuente con su diagnóstico de que casi todas las organizaciones campesinas son clientelares y corruptas, López Obrador decidió entregar los apoyos directamente a los productores. Lo que en Guerrero significaba construir un nuevo padrón y federalizar la compra y entrega del fertilizante, cortando de tajo con prácticas viciadas pero añejas, que en el caso de este programa tienen un cuarto de siglo. El resultado fue una inédita insurrección campesina, ciertamente abanicada por líderes agrarios, comisariados ejidales, alcaldes y por el propio gobernador, beneficiarios corporativos de un programa cuyo manejo históricamente clientelar siempre los ha legitimado; pero también es verdad que contaron con el respaldo de miles de campesinos para quienes recibir fertilizante se ha vuelto un derecho. Un alzamiento cuya lógica es la misma que la de las movilizaciones que desde el 22 de julio vienen realizando el Frente Auténtico del Campo y #ElCampoEsDeTodos, en demanda de los recursos públicos que desde hace mucho venían operando y ahora sienten que se les escamotean. El caso Guerrero importa por sí mismo, pero también porque es emblemático de las dificultades que enfrenta la 4T para cambiar las reglas del juego en las políticas agropecuarias. Y es que un programa corrupto, clientelar, electorero y sustento del cacicazgo; que además es económicamente gravoso, productivamente nulo y agroecológicamente impertinente, pero que se ha vuelto parte de los usos y costumbres de la entidad, requiere un tratamiento distinto del muy torpe que recibió este año. Algo de historia, para empezar. El Programa de Apoyo a la Producción Primaria (PAPP), que desde 1994 entrega fertilizantes nitrogenados a pequeños productores de maíz, es creación del gobernador Rubén Figueroa Alcocer, quien era fabricante del producto y se lo vendía a sí mismo como gobernante. En una evaluación que Miguel Meza, Rafael Obregón y yo hicimos hace 12 años, concluimos que desde el principio fue “usado políticamente y con fines clientelares”, y en consecuencia su padrón creció exponencialmente de 150 mil beneficiarios en 1994 a 280 mil diez años después, un número que igualaba y hasta rebasada el de los pequeños productores de la entidad. Porque el padrón, lleno de repeticiones, incluía agricultores grandes que no producían básicos y registraba a más de un miembro de la familia, incluyendo muertos y recién nacidos. Y el tamaño del patrón que manejabas era el tamaño de tu organización si eras dirigente campesino y el tamaño de tu votación si eras o pretendías ser alcalde. Depurar el padrón, como se intentó hace años, o hacer uno nuevo, como se buscó ahora, es extremadamente difícil, pues prevalecen las complicidades y la gente miente. Y también es complicado adquirir, mover y entregar el producto. Pero el problema mayor no es cómo hacer que el fertilizante llegue a los que debe llegar, sino que andar regalando bultos de sulfato de amonio a los pequeños productores, es una mala idea, si de lo que se trata es de desarrollar el campo guerrerense. Diez taches al programa, que identificamos en la mencionada evaluación: Agroecológicamente dañino, pues aunado al uso de otros agroquímicos y a prácticas como la siembra en ladera sin terraceo, el retiro del rastrojo, las quemas y el monocultivo sin rotación conduce al empobrecimiento de la tierra y a la demanda creciente de suplementos químicos. Económicamente insostenible, pues el subsidio a un insumo que presuntamente aumenta los rendimientos y por tanto los ingresos, debiera ser transitorio; sin embargo, después de 25 años, los productores siguen siendo pobres, de baja productividad técnica y económica y, a juzgar por las movilizaciones, incapaces de costear todos sus gastos productivos. Productivamente unilineal, pues solo busca aumentar el rendimiento del maíz y no potenciar la milpa, el traspatio, la huerta y en general la entreverada pluralidad de aprovechamientos que sostiene la vida campesina. Socialmente inequitativo, no únicamente a causa de las desviaciones por las que parte del insumo va a los agricultores acomodados, sino porque debiendo ser focalizado en quienes realmente lo necesitan devino universalista. Políticamente clientelar, puesoperado por los municipios y luego también por las organizaciones campesinas, la contraprestación del fertilizante es la fidelidad política o gremial del beneficiario al que lo incluyó en el padrón y le entrega los costales. Inhibidor de la autogestión, puesva dirigido a las familias y si bien pelearlo y conservarlo supuso movilización colectiva, la cohesión organizativa que genera es de la peor especie: vertical, clientelar, pasiva. Estructuralmente corrupto, pues al ser su verdadero objetivo el control clientelar de los beneficiarios, su operación es discrecional y su norma la transgresión sistemática de la norma. Institucionalmente limitante, porque ata recursos cuantiosos a un programa unidimensional y de creciente costo presupuestal que no genera ni deja paso a requerimientos productivamente más ambiciosos y promisorios. Históricamente inercial, pues pasan los años y el programa se mantiene, no por su pertinencia sino por el costo político de redimensionarlo o reorientarlo; mientras que los cambios habidos tienen más que ver con consideraciones clientelares que productivas. Y el recuento concluye con una frase lapidaria: “Un programa costoso que no es ambientalmente saludable, ni tecnológicamente adecuado, ni económicamente sostenible, ni socialmente justo, ni organizativamente autogestionario y cuya persistencia y crecimiento han sido inerciales y políticamente motivados es una acción que no promueve el desarrollo sostenible del campo guerrerense, más aun, lo inhibe”. Lo que se hizo este año: federalizarlo, depurar el padrón y tratar de eliminar corruptelas -aun si se lograra, lo que está por verse- no hace virtuoso un programa por tantas razones impertinente. Decíamos hace 12 años: “El subsidio al fertilizante no solo tiene desviaciones operativas, sus problemas son de fondo y están en un enfoque ambiental, económico y socialmente insostenible. El programa debe ser transformado”. Transformación que tiene que avanzar hacia una política de conservación y restauración de la fertilidad que incluya sistemas de cultivo, análisis de suelos, uso de compostas, abonos orgánicos, biofertilizantes… Lo que, sin embargo, por sí mismo tampoco genera desarrollo, pues éste debe ser integral, participativo y con visión regional. Una planeación territorial y desde abajo que demanda instrumentos públicos flexibles y diversificados, más que programas universales y uniformes como el del fertilizante. Y aquí entran las organizaciones. Actores curtidos que -como se vio- son un dolor de cabeza para las instituciones cuando pelean una intermediación que, si bien es innecesaria si se trata de repartir sulfato de amonio, resulta indispensable si lo que se busca es diseñar y gestionar el desarrollo integral desde los territorios. Inducidas por las políticas públicas y por las mañas gubernamentales, las organizaciones gremiales del campo se volvieron puramente gestoras y clientelares. Pero hacerlas a un lado por parejo es suicida, sobre todo hoy, pues la 4T es imposible sin una sociedad organizada. Además, no todas son Antorcha Campesina. Qué hacer, entonces. El sulfato de amonio es adictivo y un subsidio transgeneracional como el del fertilizante crea dependencia, de modo que la desintoxicación ha de ser gradual. Lo que propusimos hace 12 años fue depurar el padrón y reconvertir el programa reduciendo el sulfato de amonio e incorporando biofertilizantes que pueden producirse localmente, al tiempo que se incentivaba que los municipios y las organizaciones formularan proyectos de desarrollo rural más integrales y de ser posible asociativos. El estímulo consistía en que el monto que se ahorrara depurando el padrón y sustituyendo fertilizante químico por biológico, se les reintegraría a los gestores del programa, pero duplicado y destinado a financiar proyectos realmente estratégicos; acciones integrales en que las organizaciones y los municipios, en vez de limitarse a llevar listas y mover bultos, pusieran en juego su capital social y lo desarrollaran gracias a la asesoría y acompañamiento que recibirían de las instituciones. Viendo que no se los descobijaba y que la jugada cambiaba, pero no de golpe, las organizaciones más sensatas y los municipios más movidos estuvieron en principio de acuerdo. Y en el primer año algo se avanzó, de modo que lo ahorrado gracias a la conversión sirvió para financiar el programa piloto de fertilizante orgánico. Sin embargo, reformatear a las organizaciones y los municipios en la línea de incubar y gestionar verdaderos proyectos de desarrollo es tardado y requiere voluntad y perseverancia… Persistencia que no hubo en Guerrero, de modo que el programa volvió a la querencia y por otros 12 años siguió siendo corrupto y clientelar. ¿Ahora sí lo vamos a reencauzar? La experiencia de 2019 fue desastrosa pero debe verse como una lección. Aprendamos de ella. •
|