ras un fin de semana marcado por asesinatos en masa –El Paso, Texas; Dayton, Ohio, y un tiroteo más en Chicago que no dejó víctimas mortales–, el presidente estadunidense, Donald Trump, compareció ayer ante los medios para pedir que la sociedad de su país condene el racismo, la intolerancia y el supremacismo blanco
que él mismo ha venido nutriendo con su retórica antimigrante y antimexicana desde hace cuando menos cuatro años, desde que era precandidato a la jefatura de Estado.
Tras repartir bendiciones y exhortar a la oración a raíz de la masacre perpetrada en El Paso por un individuo de ideas explícitamente racistas y supremacistas, Trump atribuyó la atrocidad perpetrada en esa ciudad fronteriza a las enfermedades mentales y el odio
, a los medios informativos y a los peligros de Internet y las redes sociales
en las que él ha vertido, en incontables ocasiones, mensajes de odio en contra de los extranjeros que acuden a Estados Unidos en busca de trabajo o bien huyendo de la violencia en sus países de origen.
En un alarde de incoherencia, el gobernante exoneró a las armas de fuego –ellas no aprietan el gatillo
, dijo– para, a renglón seguido, invitar a legisladores republicanos y demócratas a vincular la evidente necesidad de constreñir la compra de armamento mediante controles previos con el reforzamiento de las disposiciones legales en contra de los migrantes.
La deshilvanada alocución de Trump contrasta con los hechos que evidencian su responsabilidad política y moral por la masacre: el joven de 21 años que la perpetró se refirió en un texto previamente colocado en Internet a la necesidad de frenar la invasión
de latinos en Texas, usando la misma expresión que el presidente emplea en forma sistemática para referirse a la llegada de personas procedentes del sur del río Bravo, fenómeno al que con frecuencia califica de peligro
y de agresión
contra los estadunidenses
, dejando la idea implícita de que éstos son exclusivamente blancos y anglosajones.
Por otra parte, el multimillonario neoyorquino pertenece a esa misma derecha política que ha cobijado durante décadas los intereses de fabricantes y vendedores de armas de fuego, y tiene su expresión orgánica en la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés).
Cierto, la falta de controles para adquirir fusiles de asalto, pistolas y municiones de alto calibre en el territorio del país vecino es, en principio, un asunto interno de Estados Unidos, y corresponde a su sociedad movilizarse para exigir un alto a la proliferación de armas; por otra parte, si bien es cierto que los republicanos suelen ser entusiastas defensores de esa descontrol, los demócratas no han querido ponerle freno cuando han tenido las mayorías necesarias en los organismos legislativos.
Si en Estados Unidos la falta de control en las ventas de armas, aunada al supremacismo alimentado por el discurso trumpiano, se convierte en un peligro mortal para los mexicanos que habitan en ese país –como se puso en evidencia en la masacre de El Paso–, en el nuestro ese descontrol alimenta la violencia delictiva, en la medida en que las organizaciones criminales se sirven en buena medida de armas adquiridas en la nación vecina.
Por ambas razones, el armamentismo estadunidense es un problema bilateral. Si Washington no quiere entenderlo así y su clase política estadunidense sigue empeñada en cruzarse de brazos ante el flujo de armas de fuego que transitan de norte a sur por la frontera común, México no tendría por qué esforzarse en combatir el tráfico de drogas ilegales que cruzan esa misma frontera en dirección inversa. Por lo que hace a las campañas de odio en contra de mexicanos y los subsecuentes crímenes racistas, parece necesario llevar este grave asunto ante las instancias internacionales correspondientes.