ecientemente Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, se dirigió a la empresa española Carolina Herrera para pedirle la documentación relativa a los diseños de su colección Resort 2020. Algunos de ellos han sido recreados –por no decir plagiados– de los que se han hecho por diferentes comunidades de artesanos (Tenango de Doria, Istmo de Tehuantepec, Saltillo) a lo largo de siglos. Según esto, la empresa se ha comprometido a establecer un diálogo con esas comunidades.
No es la primera vez que los diseños de esas y otras comunidades son empleados para diseñar mercancías de usos varios. Los coras y waxirikas (no les gusta, al parecer, que les llamen huicholes), otomíes, mixes, en fin, diversas etnias originarias de México, han sido objeto de plagios de bienes culturales intangibles, pero monetarizables, en el contexto del capitalismo desenfrenado y predatorio llamado globalización.
La propiedad es el robo, dijo Pierre-Joseph Proudhon. El escandaloso eco de su frase llega hasta nuestros días. Sin todas las vueltas teóricas que le dio al concepto el anarquista francés, y que a veces lo convirtió en su opuesto, hoy se puede juzgar a la propiedad, adquirida por medios aparentemente legales, en los términos capitalistas al uso. No son otros que los retomados del derecho romano en su acepción más gruesa y que así ha practicado la burguesía; es decir, el derecho de abusar de aquello que se posee sin interferencias de terceros (el famoso jus abutendi), así sea fruto de un arrebato legitimado por la imposición a lo largo del tiempo.
Esa clase social ha extendido tal abuso. Algunos, mediante un acto expropiatorio amparado en el orden impuesto por los mercaderes planetarios, usan impunemente y para efectos de lucro bienes tangibles e intangibles que no les pertenecen, pero que explotan como si fueran propios.
En su espléndido libro El saqueo cultural de América Latina, Fernando Báez dedica un apartado a ese despojo efectuado en tesoros arqueológicos de México. Sólo en Yucatán, dice, los ladrones de vasijas polícromas mayas, colgantes de jade y relieves de monumentos han hecho excavaciones de hasta 80 por ciento de los asentamientos arqueológicos de la península. Pero el saqueo ha sido de Yucatán al norte de México. Son pocos los sitios que habitaron las poblaciones precoloniales norteñas donde su humanidad dejó rastros del arte que ésta produjo. Hasta ellos, como en Boca de Potrerillos, en Nuevo León, o hasta la zona arqueológica de Caborca, en Sonora, ha llegado el robo para lucrar con lo hurtado.
Hasta hace medio siglo, ese era el típico robo cultural. En los tiempos que corren, el robo se ha vuelto más sofisticado y extendido: se roba o intenta robar plantas, sabores, colores y todo aquello que pueda ser objeto de industria y comercio.
Desde los años treinta, en el contexto de la aún vigente Sociedad de Naciones se intentó impedir el robo cultural. En el Pacto Roerich sobre la protección de instituciones artísticas, culturales, educativas, científicas y de monumentos históricos (1933) se establecía que tanto en tiempos de paz como de guerra se asumiera una actitud de protección y respeto en torno a tales instituciones. El pillaje de bienes culturales de la Primera Guerra Mundial –lamentablemente se potenciaría en la segunda– movió a las naciones a intentar evitarlo. Sin resultado alguno.
Seguirían otros pactos, convenciones y acuerdos internacionales, como la Convención de San Salvador (1976), en que los estados miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA) se comprometían, igualmente, a legislar y aplicar medidas conducentes a la adecuada protección, defensa y recuperación de sus bienes culturales. Los dos objetivos fundamentales de esa convención eran impedir la importación y exportación ilícita de bienes culturales y promover la cooperación de los estados americanos para el mutuo conocimiento y apreciación de sus bienes. En el documento se consignó, entre otros de los compromisos contraídos por los gobiernos pactantes, el de elaborar un registro de los mismos bienes, de las transacciones vinculadas a ellos y el de prohibir su importación sin la autorización de las autoridades del país de origen. Importante fue también el compromiso de gestionar la recuperación de esos bienes por el país víctima de su sustracción en el país donde se los detente y el de éste de cooperar con aquél.
Después de más de 40 años de la Convención de San José, el saldo ha sido negativo. Los gobiernos se han mostrado omisos o cómplices en muchos de los actos de robo del patrimonio cultural de su pueblo. México no ha sido la excepción.
La iniciativa de la Secretaría de Cultura es valiosa. Pero insuficiente. Requerimos de una legislación precisa y de su aplicación efectiva a efecto de cuidar, proteger, defender y recuperar, en su caso, el patrimonio cultural de los mexicanos. Y para ese propósito requerimos también de la articulación de varias secretarías y la acción de abogados expertos en derecho internacional.