a más reciente escaramuza del presidente López Obrador con indicadores económicos y los enfoques al uso para pronosticar sus desempeños, poco le sirve para propiciar el debate y por esa vía arribar a algún tipo de consenso en y con la ciudadanía, que aduce como su principal objetivo. Su principal arma, el ataque al crítico que ve como adversario, frena el logro de estos propósitos. En realidad, sus arremetidas contra las empresas u organismos que hacen pronósticos inhiben a quienes podrían contribuir a un intercambio. Propician la emergencia de un ambiente hostil o renuente a participar en encuentros de este tipo.
Qué puede seguir después, por ejemplo en el caso de una irrupción abrupta de tendencias abiertamente recesivas, no lo sabemos. Tampoco, cómo se comportarían el Presidente y los encargados de la conducción económica del país en una circunstancia súbita ni cómo se establecerían puentes de comunicación con y entre los diversos actores económicos.
El escenario de la política económica y financiera, nunca transparente del todo, se torna opaco; las llamadas de avenimiento entre el capital y el gobierno, presentadas como preacuerdos de inversión o coincidencias en la política económica, lejos están de llenar un hueco que es político, pero también, institucional.
No pienso que las experiencias críticas sean desconocidas a los principales colaboradores del Presidente; incluso, es posible suponer que algunos son duchos en esos temas y han asimilado por lo menos las lecciones de la pasada Gran Recesión. Pero lo que no puede afirmarse es que el gobierno y su gabinete económico, si existe, estén deliberando y tomando el pulso de la coyuntura que, según el Fondo Monetario Internacional (FMI) va a la baja, aunque a paso relativamente lento. En tanto, la reducción de las expectativas del crecimiento presentadas por esa institución no atañen sólo a México, sino a buena parte del globo terráqueo y desde luego al conjunto de la región latinoamericana, en particular a Brasil que se pronostica una rebaja mayor, la indignación presidencial parece apresurada.
Más allá de una amplia mirada que tuviera en cuenta el conjunto de la situación y examinara las implicaciones que pueden tener sobre el propio gobierno, el Presidente externó a bote pronto su disgusto y así se recogió por sus interlocutores de la madrugada que reaccionaron igual, sin contribuir al inicio de una reflexión más cuidadosa. Sería después, sobre todo al día siguiente, que la mayoría de los observadores pasaría al examen de las cifras y consideraciones hechas por el FMI y lo que esto significa para nosotros.
De nuevo, la discusión económica se desfasa y la probable gravedad de lo proyectado queda nublada por la retórica presidencial. El qué puede implicar la materialización de estas estimaciones para la sociedad y su planta productiva, parece ir a la zaga; quizá nos informaremos después, si los analistas de la situación laboral y social en general, junto con los que le siguen el paso a la producción y el comercio, se abocan a esos menesteres.
Tener presente el velo ideológico característico del sistema financiero internacional y sus principales agencias es conveniente, porque hoy es claro esas creencias siguen vivas y mandando. Sin duda, asumir el carácter político y de poder que está detrás del discurso técnico o financiero es obligado. Pero lo anterior no niega que las cifras y los ejercicios prospectivos recogen fuerzas y tendencias que, de volverse dominantes en la definición de la realidad, pueden echar por la borda las mejores intenciones de mejora económica y social.
Por ello es que urge que la democratización ampliada del Estado que promete la Cuarta Transformación toque las playas de la política económica y abra paso a una nueva institucionalidad y un nuevo trato entre el Estado y la sociedad para hacer, conducir y evaluar la política económica. Sin eso, la economía mixta refundada que le urge tener a México quedará en visita de cortesía a Palacio. Mientras, en la calle la recesión acecha.