Domingo 28 de julio de 2019, p. a12
El poeta, narrador, ensayista y traductor Marco Antonio Campos reúne un centenar de textos en El señor Mozart y un tren de brevedades, libro coeditado por Ficticia y el Gobierno de la Ciudad de México. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a su lectores un adelanto de esta obra.
Cuando Hermes llega a la isla no encuentra a Odiseo en la gruta de Calipso, porque en esos momentos se hallaba sentado en la playa, con el corazón dolido, fijando la vista en el mar.
Es uno de los instantes más altamente apolíneos de ese vasto marco an la fidelidad que es la Odisea. ¿Porqué, si Odiseo tiene todo con Calipso, aun la irresistible promesa de no conocer la vejez, ansía volver a Ítaca? ¿Por qué padece esa continua y honda nostalgia triste, que lo hace volver siempre al mismo punto, y acabar siempre arrasado en lágrimas?
Odiseo pudo anhelar y amar los viajes pero nunca desechó la idea de volver a la tierra donde nació, creció y reinó. A diferencia de los de Sinbad, sus viajes son involuntarios: los dictan el destino o los dioses. En su favor puede decirse que cuando se convocó a los argivos para vengar el agravio del rapto de Helena, Odiseo –estaba recién nacido Telémaco– trató de no cumplir el pacto que lo unía a su raza.
¿Pero qué contemplaba Odiseo después de treinta años –o de veinte, para no manchar la credibilidad de la saga–, sentado en la playa y mirando el rumoroso mar? ¿Por qué, oh sacrificio ilímite, oh preferencia conmovedora, desdeña la inmortalidad con Calipso por los brazos casi mustios de Penélope, por el hijo de quien ignora la suerte, por la pequeña y verde y noble tierra?
VIII
El forastero llegó a mediados de agosto al pequeño puerto de Sami, en la isla de Cefalonia, donde los pretendientes de Penélope esperaron alguna vez a Telémaco para ultimarlo. Los griegos de las aduanas o de las agencias marítimas suelen recibir a los extranjeros con pésimas maneras, incluyendo el manotazo y el grito, para borrar de golpe y en un instante la imagen de la hospitalidad de los antiguos, la cual se menciona tanto en su historia y su literatura.
En Sami no había hoteles ni cuartos donde dormir. El forastero ya había comprado el boleto para trasladarse a Ítaca (verdadero destino de su viaje); faltaban diez minutos; se arrepintió. Decidió quedarse una noche en el camping y navegar la mañana siguiente hacia Ítaca. Después de 39 años de vivir como náufrago en la tierra no era fácil animarse a regresar a aquella isla de privilegio de la que nunca partió.
Si bien al otro día se le revelaron las bellezas de la isla, aquella tarde todo lo hallaba desagradable y feo. Pero sólo esa tarde. Sólo aquella tarde de furibundo sol. ¿Cómo olvidar desde entonces la luz del cielo que se confunde con la luz del mar, la lejana contemplación de Ítaca envuelta en una niebla azul, los ásperos precipicios que se yerguen enérgicos hasta volverse ásperas montañas, los olivos cuyos follajes aireados parecen la ondulación de la falda de una muchacha leve, los enlutados cipreses que devoran ávidos la luz cenital, el chirriante y monocorde grito de las cigarras que con su estridencia borra a menudo las numerosas voces del mar numeroso, las hormigas negras en las rocas haciendo alto contraste con la violenta iluminación del verano tórrido, la música griega que se alarga como un lamento?
Es casi mágico en Sami contemplar en los atardeceres cómo los viejos en terrazas o corredores de sus casas se ponen a escuchar quietos las varias y variadas voces de la muerte que aún vacila en reclamarlos, y a las viejas, que hilvanan y deshilvanan la infinita tela que Penélope les heredó hace más de treinta siglos.
Pero el forastero no quiso viajar a Ítaca. Luego de cinco días en Cefalonia, deleitándose con las bellezas continuas y de conmovedores detalles de la isla que describió Lord Byron, decidió tomar el barco hacia Patras. Era una mañana despiadada del agosto bravo. El barco salió del magro puerto. El forastero sólo vio por varios minutos, en éxtasis dulce y triste, la verde, largamente verde costa de la pequeña e inolvidable Ítaca.
XXVI
Es una tarde de un sábado de octubre. Ha dejado de llover pero el cielo es gris y anubarrado. En todo el cementerio hay flores. No recuerdo un cementerio con tantas flores.
Aquí vino Théo a acompañarlo el 29 de julio de 1889. Desde entonces Théo empezó a suicidarse, y como a Vincent, empezó a suicidarlo la sociedad. Crecieron como espejos dobles: cuando Vincent se veía, veía a Théo, y cuando Théo se veía, veía a Vincent, o cuando se veía cada uno aparecían los dos de medio perfil haciendo un rostro. Cuando murió Vincent, la figura de Théo empezó a desdibujarse en el espejo y empezaron a dejarse de encontrar: los rasgos fueron luego deformándose, volviéndose lívidos, y unos meses más tarde terminaron por desaparecer.
Ahora yacen juntos. Quizá bajo tierra aún conversen o hayan descubierto nuevas formas de carteo y de mensajes en clave.
Largo rato contemplo la doble tumba del doble ser que es uno solo. Johanna, la mujer de Théo, comprendió que el verdadero sitio de los restos de su marido era aquí y no en un glacial cementerio holandés. Acaso con terror Johanna supo que se había desposado con un doble y dos sombras, y que viuda seguía compartiendo con dos sombras que la seguían: los cuadros de Vincent amenazaban con todas sus luces y colores los muros de la casa familiar.
Vincent se disparó un pistoletazo en este pueblo, detrás del castillo, entre las espigas inclinadas, y murió (acabó de morir) en un modesto cuarto del modesto Auberge Ravoux, por el cual pagaba apenas tres francos y medio. A más de un siglo la liliputiense habitación, salvo las rajaduras y el desgaste natural, está intacta en su desvalida pobreza. En ella Théo halló de seguro la última carta del hermano: una carta que llena de lágrimas el papel de la carta. Al mirar el minúsculo cuarto uno siente que hay algo en él de sagrado y de inmensamente triste.
Otras tumbas de gente que vino a padecer en esta tierra nos dejan entristecidos al evocar su sufrimiento; ver aquí los dos nombres y recordar su vida e imaginarlos en la casa de la noche, es impresionante, estremecedor. Jamás ante una doble tumba, que es una sola, había sentido algo tan tremendo.
Vincent se sentirá a gusto en el perímetro donde yace y en el ambiente que lo rodea. En torno del cementerio se prolongan los campos de trigo y se perfilan en azules traslúcidos los cerros lejanos que él pintó en sus lienzos, es decir, es como si estuviera enterrado bajo los colores, texturas y círculos de una de las turbadoras pinturas que llevó a cabo en los dos últimos meses de su parsimoniosa tragedia. El cementerio abierto a los lejanos cerros y a los campos amarillos da una imagen a la vez de apagada melancolía y de exaltación vital.
Que ahora y siempre la tierra a los hermanos les sea leve y su tiempo sea como el correr del Oise que con música callada atraviesa el pueblo.