Historias del exilio español // El último escudo
inopsis 2. Recuerdo que en el aquelarre de aquel mediodía (los aquelarres, o reunión de brujas son nocturnas pero, ¿a quién incomoda este cambio de horario?), la imprevista reunión con dos españoles desconocidos (desconocidos entre sí, no conmigo), me provocaba una gran intranquilidad. Aunque originarios del mismo territorio, ¿cuál sería la nacionalidad que cada uno de ellos asumía, política e ideológicamente? Vino a mi mente el inolvidable, (don) Rosendo Gómez Lorenzo, quien consideraba insulto mayor ser presentado como español y, aclaraba siempre: canario, por favor , canario.
Afortunadamente ambos habían nacido en una franja ideológica común en la que se identificaron cuando el pintor comenzó a cantar Los cuatro generales y Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero. (Gracias, gracias Ana María Cabrera, por tu correo informativo, ya mis hijas buscan tu recomendación en Internet para obtener la versión de estas canciones que me dices).
Pero faltaba mucho por conocer sobre lo acontecido en la vida de ambos interlocutores. El pintor necesitaba saber lo sucedido antes de su nacimiento, allá por mediados de los 30, y también lo acontecido en los años posteriores en los que, por su edad y lo complicado de su entorno no lograba entender siquiera lo que pasaba dentro de su familia, grupo que de un momento a otro hasta se había notoriamente acortado. La cotidianidad lo abrumaba. Muy difícil era para ese niño procesar a diario dos versiones, del todo opuestas, no sólo sobre su pasado inmediato, sino también del presente; ¿quién era el malo o quién el bueno; quién la víctima o el verdugo? ¿De qué, sin responsabilidad alguna, debía dolerse o arrepentirse?
Pasó el tiempo y el pintor estudió artes plásticas, fotografía y, al final, destacó como dibujante. De esta profesión sobrevivía decorosamente haciendo espléndidos retratos, principalmente para los turistas, que en esos tiempos, convertían unos cuantos dólares en miles de pesetas.
Tengo una muy completa y divertida historia de este banderillero del pincel. Algún día se las contaré porque es la versión más contemporánea de Casi el paraíso, novela magistral de don Luis Spota, muy poco valorada por las capillas de su tiempo.
Abrumado por los cuestionamientos del viejo Peral, el pintor, aprovechando un brutal estertor de Peral, le arrebató la palabra y le cuestionó: “y usted, alguna vez participó personalmente en la batalla? La andaluza le tomó de la mano y se la llevó al pecho. El Peral menor salió de la cocina con los ojos desorbitados, yo me paralicé: el tema tenía años de no ser tratado en casa.
El viejo Peral se enderezó cuanto le era posible y, como quien descarga por fin una pesada, muy pesada carga de años, dijo: “No habían pasado más de dos meses de aquel 18 de julio del 36, cuando toda la cuadrilla de mi barrio se dio de alta en las milicias que al grito de ‘no pasarán’ decidieron enfrentarse al antipatriótico y traidor, levantamiento de Francisco Franco. Siempre busqué estar en el frente, no por suicida ni valiente, sino porque me urgía regresar a casa, pero a esa, mi casa ubicaba en un mundo de igualdad, de justicia y eso que tanto grita todo el mundo: la democracia. Yo pienso que con igualdad habrá justicia, seremos iguales y entonces, la democracia será, como quien dice, aunque no quieras.
Mi última batalla fue ya en el 38. Íbamos si acaso tres pelotones, o sea 30 soldados, disque protegiendo un convoy de familias (80 personas que, para sobrevivir, necesitaban llegar a territorio francés). Estábamos a unos kilómetros de un punto fronterizo, cuando comenzamos a oír un zumbido que aumentaba por momentos y registramos en lontananza, unos como abejorros que se dirigían directo a nosotros. Pronto lo entendimos: eran los aviones Savoia-Marchetti, italianos y los Junker y los cazas Heinkel, alemanes. Hacían sus ensayos sobre seres humanos indefensos para calcular su mortífera eficacia. Los milicianos corríamos entre las hierbas para evitar ser blanco fijo, luego los ametrallábamos en lo que intentaban dar vuelta. Por fin se retiraron y nos dedicamos, con extrema sobriedad y dolor, al registro de los daños. Cuando un miliciano se quedaba sin parque, tomaba a una mujer, a un niño y lo tiraba al lado del camino. Se acostaba sobre él y le brindaba, como último escudo, su propio cuerpo
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En ese momento el pintor, convulsionado y fuera de sí, exclamó: yo, yo fui uno de esos. Ese día, en esa hora, en ese lugar, nací de nuevo. Abrazó por horas al viejo y Serrat cantó repetidas veces Las nanas de la cebolla.
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