olectivamente se llaman Navayé Mehr. Son cinco músicos que vinieron de Persia y se presentaron el pasado fin de semana en el auditorio Blas Galindo del Cenart. El objetivo principal del grupo es la divulgación amplia e incluyente de la tradición musical de su patria, pero también traen entre manos otra idea igualmente noble: la formación de una gran banda con músi-cos de diversas naciones. He aquí un apunte más sobre la creciente y saludable tendencia a la interculturalidad musical.
La deslumbrante presentación de Navayé Mehr tuvo uno de sus principales atractivos en la alternancia de piezas puramente instrumentales con una mayoría de piezas cantadas. No faltó quien extrañara la traducción al castellano de los poemas en farsi; mi opinión, sin embargo, es en el sentido de que hay ocasiones en las que cuando uno escucha cantos en lenguas ajenas y lejanas, la lengua misma se convierte en música pura, precisamente por el alto grado de abstracción que alcanza en nuestros oídos. En lo que se refiere a las músicas puramente instrumentales interpretadas por Navayé Mehr, destacó la presencia de varios sub-ensambles (solos, duetos, tríos) que no sólo sirvieron para poner de manifiesto las delicias sonoras de un instrumental para nosotros insólito, sino también para enfatizar el hecho de que en ciertas culturas musicales se evade con frecuencia, venturosamente, aquella cansina tendencia de que ‘‘todos tocan todo, todo el tiempo”.
Algunas de las piezas y canciones traídas de Persia por este singular grupo están construidas alrededor de armonías más o menos reconocibles para nosotros, en aquello que po-dría definirse de manera general como un modo mayor;otras, en cambio, están sustentadas en escalas que podemos reconocer, intuitivamente, como orientales, en las que abundan los intervalos cercanos e incluso algunos apuntes de microtonalismo. En las primeras fue posible percibir una exuberancia luminosa, mientras que las segundas se prestaron más para la expresión de una cierta melancolía. En los diversos solos instrumentales ejecutados por los miembros de Navayé Mehr fue posible apreciar un alto grado de rendimiento técnico, particularmente en un extenso solo de daf a cargo del director y fundador del grupo, Mahdi Ayoughi. ¿Quién diría que es posible extraer tantos colores, matices e intensidades de un sencillo tambor de mano? Por su parte, Amin Rahimi, encargado de los instrumentos de aliento, ofreció en sus solos una puntual lección en respiración circular. De interés destacado, el hecho de que en su arsenal de alientos estuvo incluido el duduk, instrumento asociado de manera profunda e inseparable con la gran tradición musical de Armenia. Una prueba más, por si hiciera falta, de la ductilidad de la música para emprender productivos y fascinantes trayectos transfronterizos. No menos fascinante resultó el color proporcionado por la experta ejecución de Melina Faraji en el santoor, pariente cercano del cymbalom, el koto, el kayagum y otros instrumentos similares de culturas desperdigadas por el mundo entero. En la última, vivaz y extrovertida pieza del programa, Melina Faraji y su colega Elahe Hosseinpour añadieron al ensamble sus voces, a través de ese peculiar estilo de canto gutural vibrado que es tan común en numerosas tradiciones de aquellos rumbos.
A la mitad de la ejecución de esta luminosa música de Persia comencé a alucinar la posibilidad de formar un ensamble-espejo de características locales, con un huéhuetl en vez del donbak, una chirimía en lugar del ney, una jarana (o una guitarra de concha) en vez del setar, un salterio por el santoor, y un tambor rarámuri como gemelo del daf. Y luego, quizá, reunirlos a los diez… y de pronto, desperté. Sí, debo aclarar que estos buenos músicos vienen de la República Islámica de Irán. Ocurre que el pensar en Persia, decir ‘‘Persia” y escribir ‘‘Persia”, me trae fugaces memorias de mis libros de aventuras de adolescente, y un perfume oriental irresistible.
Y sí, ¡larga y fructífera vida al Imer!