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Nosotros ya no somos los mismos

En conmemoración del 80 aniversario del exilio español a México // Perseguidos del franquismo estrenan hogar // Postal de un domingo familiar

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▲ El Presidente conmemoró el jueves el 80 aniversario del exilio español, junto con representantes de la sociedad y la diplomacia españolas.Foto Notimex
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aya por hoy, el relato de un íntimo acontecer familiar con el que quiero sumarme a la celebración de los 80 años desde de esa proeza, de ese acto señero que entrelazó a dos pueblos distantes, desiguales, antagónicos, que se identificaron, hermanaron en las calidades esenciales del ser humano: el exilio español o, dicho por la garganta destrozada del viejo poeta, del patriarca de la voz rugiente: la llegada a su nueva patria de los españoles del éxodo y del llanto.

El eje de mi relato es el encuentro, en los finales de agosto del 58, de un estrafalario compañero cuya expresión y comportamientos lo identificaban, sin duda alguna, como un españolito perdido en un mundo no sólo nuevo sino nunca imaginado. Se iniciaba la revuelta estudiantil que terminó siendo conocida como el movimiento camionero. La duración de éste fue muy breve dadas las circunstancias políticas del momento. Tardé en saber que se llamaba José Luis Peral Morales, porque todo el mundo le llamaba por múltiples apodos: Churumbel, Gachupín, Españolete, Gila.

Al día siguiente que el movimiento dio inicio, Peral ya se había convertido en el responsable de toda la munición de boca necesaria para mantener la presencia de las guardias que vigilaban día y noche las escuelas. Se erigió de un día para otro en un personaje imprescindible y, además bien visto por los diferentes e irreconciliables grupos que pretendían por buenas y peores razones aprovechar el entusiasmo transparente y desinteresado de las bases estudiantiles.

El movimiento terminó y yo perdí relación con españolito de marras. Un día apareció por mi casa y ya no me deshice de él durante años. Para ser veraz, lo perdí, cuando ya me era imprescindible. Un día, tras una insistencia insoportable me convenció de ir a comer con mi familia a su casa. A partir de entonces la suya, maravillosa, de historia que no se cree, fue obligada por mí a compartir cada domingo.

El cogollo de quienes semanalmente nos reuníamos en torno de una mesa no de cantina, pero casi, estaba formado de manera permanente por José Luis y sus padres. Ella se llamaba Carmen y era un personaje del cine antiguo: bajita, redondita y absolutamente como una manzana, pero de diversos colores. Viva y vivaz a plenitud, seguramente antes de dejar la cama estaba ya arreglada como para asistir al más elegante sarao en un salón de baile de los años 20 madrileños o más bien, andaluces. Cantaba y la imagino bailando por seguidillas al ritmo de castañuelas, bandurrias y el tamborín. ¿No habrá sido una de las majas que retrató Francisco de Goya danzando a orillas del río Manzanares?

El viejo era, como dicen debe de ser, lo opuesto: flaco, nervudo o mejor dicho huesudo. Nunca lo oí reír, tal vez porque el permanente cigarrillo entre los labios se lo impedía. Además, hubiera sido un difícil esfuerzo de comunicación: poco se le entendía de cuánto farfullaba. Los ataques de tos eran tan frecuentes que apenas le daban tiempo de prender su siguiente pitillo. Pese a eso el señor Peral me enseñó a elaborar los martinis que avergüenzan a los cantineros del San Ángel Inn, y unos manhattan en los que un buen ron con unas gotas de un jarabe, permitían huachicolear el mejor de los bourbon.

Las reuniones se fueron acreditando de tal manera que siempre teníamos varios noinvitados: Javier Molina, abogado que mucho ayudó a la familia; García Azcoytia que explotaba su imaginaria ascendencia vasca; Eduardo Danel, que su máxima gloria era poner a competir su paella con la de los hispanos, y Salazar Toledano, siempre bienvenido por los vinos con los que contribuía.

Para el mediodía la mesa rebosaba de tapas, cazuelitas, embutidos, pinchos y extrañas verduras y vegetales. Las bocinas de mi estéreo reproducían pasodobles, pero también con redovas. Se comía sin prisas y sin orden, al antojo.

Aquel domingo de julio de 1983, todo el mundo estaba al borde de iniciar el proceso de hibernación, pero a la inversa: era la temperatura tan alta y en razón de una ingesta desmedida. De pronto, alguien se pegó al timbre y reclamaba le flanquearan la entrada. Se trataba de otro españolito. ¡Rediez! Me dije varias veces, como un reveinte o un retreinta.

Antonio Durán esperaba en la puerta… Continuará.

Twitter: @ortiztejeda