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Los megaproyectos de Emiliano Zapata De la Comuna de Morelos
Durante el porfiriato, las haciendas cañero-azucareras fueron los ominosos megaproyectos de Morelos. No solo se habían apropiado de las tierras campesinas trocando milpas por cañaverales y rodeando los pueblos con amenazantes cercos verdes; las aguas empleadas en la producción de azúcar y alcohol regresaban contaminadas a sus cauces y los bosques eran talados sin clemencia para alimentar las calderas. Tierras, ríos, montes -lo que ahora llaman territorios- usurpados y degradados por una agroindustria expoliadora que de pilón exprimía y maltrataba a los trabajadores de la zafra; a los proverbiales “tiznados del cañaveral”. Pueblos contra haciendas, campesinos contra terratenientes, diversificadas milpas de autoconsumo contra intensivos monocultivos agroindustriales… proyectos de vida contra proyectos de muerte. A principios de 1911, las comunidades se alzaron contra la injusticia encarnada en los ingenios, conformando el Ejercito Libertador del Sur; una fuerza insurrecta que primero con Madero y bajo el Plan de San Luis, y luego por su cuenta con el Plan de Ayala, expulsó de Morelos a los terratenientes y, junto con otros contingentes campesinos en armas, se deshizo de Porfirio Díaz y más tarde de Victoriano Huerta. “El hacendado se ha constituido en el acaparador de todos los recursos naturales: tierras, aguas, canteras, bosques, plantíos… Para destruirlo y aniquilarlo se ha hecho la revolución”, decía un manifiesto zapatista del 18 de abril de 1916. Y con frecuencia, los alzados que los habían ocupado, quemaban los odiosos ingenios y los hostiles cañaverales. No era para menos. La Comuna de Morelos A mediados de 1914, Huerta es obligado a renunciar y en la Convención reunida en Aguascalientes convergen casi todas las fuerzas revolucionarias, incluyendo las de Morelos. Desde entonces y hasta mediados de 1916, el zapatismo es dueño de su estado, y bajo el cobijo del gobierno de la Convención, cuyo secretario de Agricultura era el zapatista Manuel Palafox, emprende las transformaciones revolucionarias anunciadas en el Plan de Ayala. Como era previsible, la primera medida es la expropiación de los campos e instalaciones de las haciendas, y la devolución a los pueblos de las tierras que les habían arrebatado. La segunda, en cambio, sospecho que es una sorpresa… cuando menos para algunos lectores actuales de la sabida historia. A principios de 1915 Zapata no convoca a desmontar de una vez y para siempre los odiosos ingenios, sino a revivirlos, a reactivarlos. Y no solo eso, el líder que al reintegrarles sus tierras había recomendado a los campesinos sembrar de inmediato alimentarias milpas para evitar el hambre que amenazaba tras de casi cinco años de guerra, ahora recomienda fervorosamente sembrar también redituables cañas. Reanimar las odiadas agroindustrias y sus hostiles plantaciones, retomar una producción contaminante y ajena a los usos de los pueblos, asumir como propios los meses antes satanizados megaproyectos del Morelos porfirista… Decisiones que hoy pueden sorprender e incomodar al fundamentalismo oenegenero, pero que en su momento fueron totalmente necesarias, muy sensatas y, además, previstas en los documentos programáticos del zapatismo. Ratificando el artículo ocho del Plan de Ayala, en el decreto del cinco de abril de 1914, se establece que “las propiedades rústicas nacionalizadas pasarán a poder de los pueblos que no tengan tierras que cultivar […] o se destinarán a la protección de huérfanos y viudas de aquellos que hayan sucumbido en la lucha”. Un decreto posterior es todavía más explícito: “Los bienes nacionalizados deben producir rentas al Erario Nacional […] Considerando que conviene a todo trance, asegurar la conservación, administración y explotación de dichos bienes”. Rentas que servirán para apoyar viudas y huérfanos, pero también para el pago de la tropa y la compra de armas, además del sostenimiento de los hospitales y el financiamiento del crédito necesario para reactivar la devastada agricultura de la entidad. El coronel (luego general) Serafín Robles, en 1915 secretario de Zapata, explica la decisión y su contexto. “Al quedar el estado de Morelos libre de tropas enemigas, los ingenios azucareros, en número de 34, quedaron en buenas condiciones de maquinaria. El general Zapata dispuso que por cuenta de la revolución campesina se empezaran a trabajar los ingenios elaborando azúcar y alcohol. [Uno de ellos fue] el Hospital, cercano a Cuautla, las utilidades que [a ese] ingenio produciría la elaboración de azúcar y alcohol, se destinarían al sostenimiento de las tropas y a socorrer a las personas pobres o enfermas”. Zapata apóstol de la caña En sus memorias, publicadas en el diario La Prensa el seis de junio de 1936, Robles transcribe las palabras de Zapata a los habitantes de una población cercana al ingenio: “El general se dirigió a los vecinos de Villa de Ayala, en la siguiente forma: `Si ustedes siguen sembrando chiles, cebollas y jitomates nunca saldrán de la pobreza […] por ello deben, como les aconsejo, sembrar caña […] Desde luego ofrezco a ustedes suministrarles gratuitamente semilla y dinero. [Dinero que] se obtendrá de la venta del azúcar y alcohol que se están elaborando. “Yo deseo que los ingenios subsistan; pero naturalmente no en la forma del sistema antiguo, sino como Fabricas Nacionales, con la parte de la tierra que deba quedarles conforme al Plan de Ayala. La caña que nosotros sembremos y cultivemos la llevaremos a sus fábricas […] Es indispensable trabajar los ingenios azucareros, porque ahora es la única industria y fuente de trabajo que existe en el estado”. Y los zapatistas se pusieron manos a la obra Rebautizados Fábricas Nacionales, ocho establecimientos agroindustriales pudieron reactivarse y quedaron, al principio, en manos de los generales más conspicuos y confiables. Genovevo de la O fue encargado de Temixco; Eufemio Zapata, de Cuautlixco; Amador Salazar, de Atlihuayán; Emigdio Marmolejo, de El Hospital; Lorenzo Vázquez, de Zacatepec; Modesto Rangel, de El Puente; Francisco Mendoza, de Santa Clara. Gabriel Encinas era el inspector de las Fábricas, que por necesidades de centralización en enero de 1916 quedaron bajo la administración de la Caja Rural de Préstamos. Las Cajas Rurales de Préstamos, establecidas por Palafox como política nacional, y concretadas en Morelos por Antonio Díaz Soto y Gama, a la sazón encargado del despacho de Hacienda, eran fundamentales para reactivar la agricultura, pues a cuenta de cosecha anticipaban recursos a los campesinos. Mecanismo que operaba sobre todo con la caña, misma que era captada y procesada por las Fábricas Nacionales que operaba la misma Caja Rural. Y es que la pequeña producción doméstica, aun la autoconsuntiva, es menos autárquica de lo que se piensa y los campesinos siempre necesitan alguna habilitación. Recurso monetario que antes del alzamiento obtenían de la usura o de los ingenios, a los que algunos vendían caña y para los que los más pobres trabajaban como cortadores en la zafra. “En el trabajo a jornal encuentra el campesino fondos suficientes para prepararse para la nueva cosecha”, escribe Díaz Soto y Gama, responsable de la Caja Rural de Prestamos y de las Fábricas Nacionales, que durante el gobierno zapatista trataban de cumplir ambas funciones.
No se puede gobernar -y menos en guerra- sin alguna fuente significativa de ingresos. Y en Morelos, además de algunas minas cuya plata -según menciona Zapata en carta a Jenaro Amezcua- debía servir para comprar armas, fueron los ingenios vueltos Fábricas Nacionales los que habrían de proporcionarlos. Sus rentas debían servir para sostener la guerra: haberes de los soldados, armas y parque; para gasto social: viudas, huérfanos y hospitales; para fomento productivo: créditos agrícolas de avío y refaccionarios. Ciertamente a la postre las Fábricas Nacionales generaron pocos ingresos al zapatismo: la zafra de 1915 fue escasa y a la de 1916 la interrumpió la ofensiva carrancista, cuyas fuerzas se apoderaron de los ingenios y en ocasiones los destruyeron. Pero también es verdad que los campesinos de Morelos preferían sembrar cosas que se podían comer ellos a sembrar caña para alimentar los ingenios. Esta es la razón de que se haya creado la Caja Rural como mecanismo financiero para inducir su siembra. Y también explica la promoción de la caña que en Villa de Ayala y otras partes hacía el propio Emiliano, con un entusiasmo que a algunos desapercibidos debió parecer contradictorio. ¿Milpas o cañaverales? El desencuentro entre la lógica autoconsuntiva campesina y las necesidades de una guerra y un gobierno que requerían de alimentos pero también de agricultura comercial que generara ingresos, lo señala en su Breve historia del zapatismo, Felipe Ávila, a quién cito en extenso . “Para poder financiar la guerra y auxiliar a las viudas de los soldados surianos [las Fábricas Nacionales] requerían contar con un aprovisionamiento regular y suficiente de caña [Sin embargo] muchos pueblos que habían recibido tierras cañeras, decidieron no sembrar más caña de azúcar -el símbolo de la opresión- y regresaron a sembrar sus productos tradicionales […] sin hacer caso de los llamados de algunos jefes del Cuartel General que les recomendaban sembrar productos de mayor valor comercial, ya que requerían que los ingenios produjeran azúcar y alcohol para poder pagar los gastos del ejército. Incluso Zapata personalmente trato de convencer a los pobladores de Cuautla para que sembraran caña […] pero no tuvo éxito […] Se presentó así una contradicción entre las necesidades de la guerra, que implicaban una lógica y una racionalidad comerciales y de eficiencia productiva, que chocaba con las necesidades inmediatas y la visión de la población común [Por ello] la administración de los ingenios tuvo muchas dificultades […] Esta debilidad económica de la principal agroindustria regional influyó en la falta de medios para pagar, equipar y abastecer a las tropas surianas”. Además de devolver las tierras y fomentar la milpa porque había que comer, Zapata y el Cuartel General decidieron activar los ingenios y resembrar caña porque en la perspectiva de gobernar y de conducir la guerra no había de otra y era lo correcto. El que fueran “símbolo de la opresión”, como dice Ávila, o megaproyectos porfiristas, como digo yo, pasaba a segundo plano. Al establecerse la que Adolfo Gilly llamó “Comuna de Morelos”, se movieron todas las contradicciones regionales. Reacomodo por el que las fábricas y plantaciones que meses antes era entendible y hasta justificable que algunos quisieran quemar, se convirtieron en preciados activos de una revolución en curso. Y esto había que hacérselo entender a la gente pues estaba en juego el futuro de la insurrección; estaban en juego “los medios para pagar, equipar y abastecer a las tropas surianas”, como bien dice Felipe Ávila. Cuando Zapata explicaba esto en Villa de Ayala, el líder tenía razón y los que no le hicieron caso estaban equivocados. Porque la restauración de las formas de convivencia y prácticas agrícolas de la comunidad y la activación de unidades productivas grandes gestadas por la modernidad pueden coexistir y fortalecerse mutuamente siempre y cuando la conducción del proceso la tengan los campesinos. Como era el caso. En cambio la visión estrecha y el localismo: `A mí mis milpas´, siendo entendibles, se convierten en un obstáculo. Que al alba del siglo XX las revoluciones campesinas -igual que al alba del XXI la Cuarta Transformación- no pueden renunciar a ciertos recursos productivos de la modernidad capitalista a la que resisten (incluidos algunos de los ahora llamados megaproyectos) y que, al contrario, pueden y deben apropiárselos, reorientarlos y ponerlos a su servicio, es algo que sabíamos hace treinta años pero que algunos parecen haber olvidado. En el libro colectivo De haciendas, cañeros y paraestatales, escribí sobre el zapatismo morelense: “El triunfo de la revolución agraria sobre los hacendados es también el triunfo de la milpa sobre la caña, de la labor campesina sobre el cultivo industrial. En el ciclo 1914-15 prácticamente no hay zafra y las siembras emprendidas en estos dos años son fundamentalmente maíz y frijol, que garantizan subsistencia, y no de caña que no puede procesarse por falta de ingenios ni puede consumirse. “Pero la revolución de Morelos no es milenarista; el zapatismo mira hacia adelante y no hacia atrás. Si empujados por la perentoria necesidad de alimentos los campesinos abandonan espontáneamente el forzado y expoliador cultivo de la caña, sustituyéndolo por las prácticas agrícolas tradicionales y autoconsuntivas, el mando zapatista tiene una visión más amplia y se dispone a retomar la industria azucarera abandonada por los hacendados, transformándola en un servicio público, en una producción social administrada por el emergente gobierno revolucionario. “Para el mando zapatista estaba claro que no hay que tirar al niño con el agua sucia; si los hacendados habían introducido el progreso agroindustrial en Morelos, bajo la forma de una producción cañero azucarera coactiva y explotadora, los campesinos revolucionarios podían y debían apropiarse de la modernidad y darle un nuevo cauce. El reto consistía en crear un modelo agroindustrial adecuado a las necesidades de la población trabajadora y compatible con las tareas inmediatas de la guerra. “Así, a principios de 1915 el zapatismo emprende la rehabilitación de algunos ingenios, que deberían transformarse en Fábricas Nacionales y cumplir tres tareas fundamentales: generar ingresos para los campesinos comprando y procesando su producción cañera, crear empleo asalariado y producir ingresos para el incipiente gobierno revolucionario mediante la comercialización del azúcar”. Lo que va de los ingenios a las termoeléctricas Cien años después algunos agricultores de Morelos que trabajan cerca del lugar donde Zapata llamó a sembrar caña, se oponen a la activación de una planta termoeléctrica que al emplear para su enfriamiento agua tratada, pondría en riesgo la condición de agricultores, quienes hoy la emplean para el riego. “Queremos seguir siendo campesinos”, dicen con razón. En cambio López Obrador, quien hace cinco años, cuando la obra apenas se iniciaba y él era opositor, se manifestó en contra. Ahora que está terminada y que el tabasqueño tiene las responsabilidades de un presidente de la República, ha dicho que hay que activarla. Y ha dado sus razones. Como en Villa de Ayala las dio Zapata a favor de los ingenios y la caña de azúcar: “Yo digo que hay echarla a andar, pues de no operar se perderían alrededor de tres mil millones de pesos al año. Además de que quedarían enterrados más de veinte mil millones de pesos y tendríamos que seguir comprando energía a las empresas particulares […] Tenemos necesidad de fortalecer esta empresa productiva de la nación (la Comisión Federal de Electricidad) que fue desmantelada. Que quieren destruirla para que todo el mercado de energía sea manejado por empresas particulares, la mayoría extranjeras, a las que se tiene que pagar subsidio”. El diferendo tiene solución, pues así como hace un siglo podía haber milpas y también cañaverales, hoy pueden coexistir siembras y termoeléctricas. Lo que no se vale es decir que al proponerse activar la planta generadora, López Obrador ofende la memoria de zapatismo en las mismísimas tierras de Morelos. Cuando es al contrario, si Emiliano viviera tomaría en cuenta las necesidades del conjunto, como lo hace Andrés Manuel, y sin duda apoyaría sus argumentos. •
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