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Entrevista a Diego Prieto La 4T abre nuevas oportunidades
Julio Moguel
Nuestro tema de diálogo corresponde al INAH y a su lugar en la cuarta transformación. Pero me gustaría que empezaras por establecer un contexto; dar una idea a los lectores de La jornada del ampo sobre lo que ha sido y es el Instituto. A sus ochenta años, el INAH es la institución del Estado mexicano a la que corresponde dilucidar lo que significa el reconocimiento constitucional de México como una nación pluricultural, condición que se sustenta originariamente en sus pueblos indígenas. Esta perspectiva, que se forjó en su formato conceptual y sus alcances interpretativos desde la visión de los antropólogos mexicanos desde la segunda mitad del siglo pasado, tiene que ver con el programa académico y de intervención que hoy da cuenta de las labores sustantivas del INAH. ¿A qué me refiero? A que el Instituto surge con la encomienda de recuperar la memoria de las civilizaciones que emergen en el territorio mexicano, y en ese sentido tiene una tarea orientada a la investigación arqueológica; pero que forma parte de un programa académico mucho más amplio, que tiene que ver con la antropología como la ciencia que se ocupa del estudio integral de los grupos humanos, del pasado y del presente; en el caso de México, se forma el INAH, con la tarea de acometer el estudio de la sociedad mexicana en su devenir y en su presente, y no sólo para ocuparse de las antiguas culturas mexicanas. De manera que Alfonso Caso, el general Lázaro Cárdenas y los colegas fundadores del Instituto tenían claro que el programa académico del INAH suponía la intervención combinada de la arqueología, la historia y la etnohistoria, la lingüística, la antropología física, la etnología y la antropología social para dar cuenta de la memoria y la diversidad cultural de México y contribuir a la atención de los grandes desafíos de su futuro, con una perspectiva histórica y antropológica. Desde los tiempos prehispánicos, cuando los grupos y culturas que fueron poblando nuestro territorio se asentaron y formaron pueblos y sociedades complejas, desarrollaron exitosas estrategias de adaptación y aprovechamiento del territorio, que dieron lugar a ese portentoso sistema agroalimentario que es la milpa mexicana, que supuso la domesticación de diversas especies vegetales y animales, la elaboración de una portentosa tradición culinaria y el desarrollo de una compleja cultura material y espiritual, que se expresó en sus sistemas calendáricos, ciclos rituales, cosmovisión, diversidad lingüística, códices, redes de intercambio, organizaciones políticas, confrontaciones bélicas y el desarrollo de ciudades y extensos estados hegemónicos, que desde entonces se caracterizaban por su composición multilingüe, multiétnica y pluricultural. No obstante el colapso que significó la caída de Tenochtitlan y la entronización del dominio español, tales perfiles de existencia se extendieron y enriquecieron en los tres siglos del virreinato de la Nueva España, y los dos siglos de la intrincada historia del México Independiente, que ahora vuelve a plantearse la redefinición de su proyecto de nación. Hay que añadir, para extender el sentido de nuestro ser originario como institución, que el INAH surge en el momento en el que el Estado que surgió de la Revolución de 1910 y de la Constitución de 1917 se propuso dotar a la nación de una identidad fortalecida, un sentido de origen, singularidad y pertenencia, que permitiesen afianzar el lugar que debía ocupar nuestro país en el concierto internacional. Pero hay, en el desarrollo del Instituto, una línea que hay que considerar. Me refiero al quiebre histórico, político y cultural de finales de la década del sesenta del pasado siglo, proceso que modifica la circunstancia del Estado mexicano y, con ello, la del Instituto. ¿Cómo enfocas esta línea de transformación? Evidentemente, hacia finales del siglo veinte hay un giro en la visión del país, y, por tanto, en la tarea y misión del Instituto; aunque la tarea general del Instituto sigue siendo la de dotar al país de un sentido de identidad, origen y orgullo nacional. Pero en el siglo XXI, con la definición de México como país pluricultural, al INAH le corresponde, más que antes, hacer esto inteligible: algo que tenga sentido para los mexicanos. Dejar atrás la lógica que asume la diferencia como motivo de desprecio, discriminación y sometimiento, para afirmar, ilustrar y darle pertinencia a nuestro paso a una identidad diversa, multilingüe, pluriétnica, pluricultural e intercultural. Sin dejar de lado el hecho de que dichas identidades múltiples y heterogéneas tienen sus raíces o se asientan en importantes bases históricas y comunitarias, vinculadas con la comunalidad propia de nuestros pueblos originarios, campesinos y afrodescendientes.
El Instituto tiene, en esas circunstancias de quiebre, el papel esencial de mostrar que las diversidades étnicas, lingüísticas, regionales, comunitarias y culturales en general constituyen importantes reservas de saberes y sentidos que nos permiten hacer frente a lo que Víctor Manuel Toledo ha caracterizado como la crisis civilizatoria del occidente moderno y capitalista, y atisbar visiones alternativas de desarrollo sustentable o, en palabras del maestro Toledo: alternativas civilizatorias. De modo tal que, estoy convencido, México tiene mucho que aportar, no sólo en su propia transformación, sino también en la búsqueda de alternativas civilizatorias al modelo en crisis que ofrece el paradigma del capitalismo occidental; pues éste pone en riesgo la continuidad de la especie en el planeta. Y aquí una específica acotación: yo no hablaría del riesgo de la continuidad de la vida, pues la vida sin duda continuaría durante miles o millones de años después de la desaparición de la especie humana y muchas otras que se extinguirían junto con la nuestra. ¿Cómo se liga esa historia y esa perspectiva que cuentas a lo que ahora se llama cuarta transformación? ¿Se siente el INAH parte de ella? ¿Orienta sus líneas de intervención en el acompañamiento y enriquecimiento de dicho proceso? Por supuesto que se teje en el espacio-tiempo y en la lógica y perspectiva de la llamada cuarta transformación. Es en el marco de dicha perspectiva transformadora que puede concebirse, por fin, un desarrollo alternativo, no depredador y ajeno a la lógica del despojo que caracterizó hasta hace muy poco tiempo a las políticas del periodo neoliberal. Con un crecimiento que, por ejemplo, se haga cargo de la pluralidad de pueblos, de configuraciones étnicas, de lenguas, de identidades culturales y de formas de organización que abonen a “otro” tipo de desarrollo, o como se ha dicho: a otros mundos posibles. Es preocupante, y siempre me ha llamado la atención, que en las regiones que tienen mayor riqueza cultural, diversidad lingüística y mayores recursos y diversidad biológica sea donde se concentren los mayores niveles de pobreza y desigualdad. Y eso tiene que ver con una herencia colonialista que aún no hemos podido superar. Con mecanismos de despojo propiamente económicos, sin duda, pero también, y de manera importante, con la hegemonía o el dominio de lógicas culturales que no son las de nuestros pueblos originarios, ni de las poblaciones afrodescendientes; ni de la gran mayoría de las economías campesinas y comunitarias de nuestro país. El desarrollo o el “desarrollismo” que se ha impuesto, no sólo ha generado despojos de todo tipo y la explotación despiadada de tales agrupamientos sociales, sino que ha impuesto implacables mecanismos de exclusión: del mercado, de la tecnología y de lo que en Occidente se define simple y llanamente como “progreso”. El INAH ha sufrido directa o indirectamente las políticas de despojo y exclusión de los pueblos y comunidades. Viene de vivir una de las fases más violentas, expropiatorias, expoliadoras, del periodo neoliberal. ¿Cómo vivió dicho proceso el Instituto? El INAH debió hacerse cargo de cuestionar una serie de proyectos que en principio no consideraban ni la voluntad ni la participación de las comunidades; por el contrario: se enfrentaban a ellas y no les importaba el cuidado del ambiente, de los recursos o de la biodiversidad. Fue significativamente importante, frente a ello, que colegas como Eckart Boege y Víctor Toledo, entre otros, perfilaran una línea de estudios y trabajos desde los territorios con una perspectiva socioambiental, acuñando el concepto de “patrimonio biocultural”, y acompañando, desde la academia o sobre el terreno, de la mano de las organizaciones sociales, intensos procesos de lucha y resistencia social. Muchos pensadores, estudiosos y activos participantes en estos procesos, del INAH y de otras instituciones académicas o de gobierno, retoman banderas similares y se encuentran ahora con un significativo campo de oportunidad. Me entusiasma, por ejemplo, que se ponga un alto a cualquier posibilidad de desarrollo del fracking, o al cultivo indiscriminado de transgénicos. Me entusiasma, a la vez, que emerjan posibilidades de “otro” tipo de desarrollo: la gente necesita fuentes de subsistencia, opciones de trabajo, y requiere de la construcción de escenarios reales de empleos, de ingreso, de inversiones y de autoorganización. En el caso del turismo, se requiere aceptar y acompañar opciones para que la gente, manteniendo sus territorios y patrimonios llegue a tener el sustento necesario para seguir la vida en comunidad. El INAH siempre ha pugnado por la regulación del turismo, para evitar que se convierta en una actividad depredadora, avasalladora y destructiva; eso no significa desconocer su importancia económica y social en el mundo contemporáneo. Hay colegas que piensan que el turismo es simple y llanamente una actividad neoliberal. no es ése nuestro punto de vista: no nos podemos negar al turismo que, hoy por hoy, es una actividad generalizada. hay turismo de élite, popular, extranjero y nacional. Y la gente espera en muchas regiones, sobre todo en el Sur o Sur-sureste, que llegue el turismo, porque es una opción para obtener un ingreso legítimo para el sustento de sus familias, una opción de vida honesta y digna. En ese terreno, lo que planteamos es arribar a un turismo sustentable, respetuoso del medio ambiente, del patrimonio arqueológico, histórico o cultural. Un turismo que evite la folclorización de nuestros pueblos y que, por el contrario, propicie el diálogo intercultural. Allí está el caso del Tren Maya, donde a ustedes les toca marcar algunas pautas con respecto a la afectación y manejo del patrimonio arqueológico, histórico y cultural. Aquí el problema es cómo establecemos principios y protocolos claros. Por supuesto que es fundamental el tema de las consultas, y éstas tienen que ser previas, libres e informadas. Ello nos implica en un trabajo muy claro y necesario, en las cinco entidades en las que se llevará a cabo el proyecto. En una perspectiva clara para que las comunidades se posicionen, participen y expresen su palabra, convertida en participación efectiva y en proyecto. Lo que se ha planteado en torno al Tren Maya representa una significativa oportunidad para desarrollar una enorme tarea de investigación arqueológica, antropológica e histórica. Yo creo que ésta es la ocasión de desarrollo de un gran programa de antropología e historia de la cultura maya mexicana; y qué bueno que podamos acompañar un programa de este nivel de inversión. Creo que también es la oportunidad de que, por parte del INAH, podamos poner en muchas mejores condiciones varias decenas de zonas arqueológicas que se van a ver impactadas por esta inversión. Que puedan mejorar y generar sus propios proyectos turísticos y de servicios, ligados por ejemplo a museos de sitio, comunitarios o municipales, que den al visitante una visión más cierta, menos mercantilizada y más amigable, con posibilidades para que los espacios de turismo no se corrompan o se vuelvan simples áreas de comercio y de capitalización. ¿Y qué me dices para el caso del proyecto Transístmico? En ese caso probablemente será mucho menor el impacto en el ámbito arqueológico; pero creo que ahí estamos en presencia de una región muy importante desde el punto de vista cultural y ambiental. Y es, sin duda, un espacio donde está a prueba la posibilidad de construir un esquema de reivindicación de las diversidades étnicas, lingüísticas y comunitarias. Sobre estos supuestos, creo que el proyecto transístmico puede ser, también, la ocasión para que se expresen esas capacidades y esos proyectos alternativos de desarrollo local y regional, desde los sujetos activos, campesinos, urbanos, indígenas y de cualquier otro tipo que ya participan y que ya han puesto en juego sus propios saberes y capacidades de autoorganización. Los tiempos de lo que puede ser la cuarta transformación son promisorios en esa posibilidad. Estoy seguro de que de muchos proyectos que acompañaron los antropólogos en siglo XX, por ejemplo, de reubicación de poblaciones enteras a razón de grandes proyectos hidroeléctricos, no caben ya dentro del proyecto nacional. Hoy tenemos nuevas perspectivas y posibilidades; tenemos protocolos más estrictos y rigurosos; y leyes más estrictas y ceñidas al reconocimiento de derechos sociales y culturales específicos, de nueva generación. Más aún: tenemos la perspectiva planteada por el nuevo gobierno, referida a la frase del presidente, “primero los pobres”, y en este ámbito “primero estarán los pueblos y comunidades indígenas”. Por último, ya inició el proceso de consulta para la reforma del constitucional en torno a los derechos indígenas. ¿Crees posible que se logre la conquista de una democracia con pluralismo jurídico real, más allá de lo que marca el artículo 2º constitucional? Creo que sí. Es una especie de asignatura pendiente. La reforma constitucional del 2001 se quedó hasta cierto punto a la mitad. Acepta que México es un país pluricultural y hace alusión a la autonomía y a los sistemas normativos de los pueblos. Pero manda lo fundamental a que sea determinado por las legislaciones estatales; no se compromete en nada sustancial. No termina de amarrar la idea de que los pueblos indígenas de México son y deben ser reconocidos como sujetos colectivos de derecho púbico. Esto también lo remite a legislaciones estatales. Es una reforma excesivamente temerosa con el tema de los territorios indígenas y sus patrimonios; se queda detrás del 169 de la OIT y de los Acuerdos de San Andrés.
No hay que temerles a las autonomías de los pueblos: ya veíamos a lo largo de la historia que éstas han sido positivas y constructivas, no inhibitorias y balcanizantes. Recordemos que en el periodo virreinal, y hasta antes de las reformas borbónicas, los pueblos indígenas tenían sus propias repúblicas, sus gobernantes, sus tierras reconocidas por la Corona de España. Y podemos pensar que sea posible, como has dicho, que exista en México una democracia que le dé plena cabida a las distintas configuraciones étnicas o etnopolíticas que existen en el país. Sin olvidar que no es posible, con ello, pretender construir el nuevo sistema de derechos en un plano de uniformidad, pues muchos de los pueblos indígenas son ellos mismos plurilingües y pluriétnicos, e impera en su interior un gran sentido de la diversidad. Las legislaciones nacional y estatales deben tomar nota, o cobijar, las particularidades que puede haber en cada uno de los estados y las regiones; debe abrirse el abanico de posibilidades, para que haya configuraciones que puedan rebasar las fronteras del municipio libre o de los estados libres y soberanos. Y abrir a la vez las posibilidades para que existan pueblos o configuraciones étnicas pluriestatales y metamunicipales. Son retos que los cambios legislativos en puerta deberán considerar. •
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