De nada... y algo sobre Benedetti
Y
o sólo sé que nada escribo
, dan ganas de decir cuando los temas son muchos y la cabeza menos que nada. Ya antes, alguna vez, aludí aquí a un artículo de Bellinghausen y un cartón de Magú que de eso hablaban. Hoy recuerdo, si la memoria, que me cumple poco, me cumple, un poema de Manuel Acuña (propiamente la idea, no el poema) en que el –ése sí, no como ahora, según alguien me dijo– joven poeta divagaba en torno a cuál su tema del día y concluía que no, que no escribiría. El texto, imagino mejor que recuerdo, fue leído en una tertulia, buen atenuante; pero (hablo sólo de mí, los en la entrada aludidos lo resolvieron muy bien, incluso admirablemente) en un periódico…
A lo que te truje. Benedetti, cuyo centenario se acerca (septiembre del próximo año) y de cuyo deceso el 17 del pasado mayo acaba de cumplirse una década, pasa a la vez por santón del populus (de hecho lo es) y por no (suele no serlo, maticemos) santo de devoción de nuestra (crema, nata, flor y prez) intelectualidad. Entre esos extremos encuentro que don Mario, a quien me tocó escuchar no diré que alelado pero sí (y gratamente, pa’ que más que la verdad) sorprendido en un Palacio de Bellas Artes abarrotado, es un excelente letrista, de muy puntual calidad. Dígalo el disco que –otra vez: si no me equivoco– Julio Solórzano, como todos sabemos hijo de la malograda (también sabemos, y no olvidamos ni olvidaremos, por qué) Alaíde Foppa, publicó en los años 70: Nacha Guevara (voz) y Alberto Favero (compositor, al piano). De esto estoy más seguro: editó Solórzano otro disco con tales intérpretes aunque mayor diversidad en la autoría de las canciones, grabado en vivo en el Teatro Hidalgo. Creo (no, eso sí lo recuerdo) haber estado allí, sin entonces nada saber, la fecha de la grabación. Una noche excelente (y eso que por poco echo a perder mi coche nuevo –apenas si sabía manejar y nunca le quité el freno de mano). Ambos LP (LP, claro está) son discos de época, para algunos sin duda entrañables.
Son marcas del tiempo; ya imborrables tatuajes, ya calcomanías difíciles de quitar, disolver, lavar, desaparecer. Son como la secundaria en que uno estudió. Le haya ido a uno bien o mal, al pasar por ahí la nostalgia enternece, y ennoblece –tal vez.