impatía por el diablo. El realizador británico Dexter Fletcher parece haber encontrado en el recuento biográfico de algunas estrellas del rock anglosajón una estupenda veta de expresión creativa. Luego de haber suplantado al polémico cineasta Bryan Singer a mitad del rodaje de Bohemian Rhapsody: la historia de Freddy Mercury (2018), y dispuesto ahora a filmar una biografía de Madonna, apenas puede sorprender su entusiasmo y entrega para esbozar, con líneas muy vigorosas, el retrato de Elton John, otro gran icono musical de los años 80, célebre no sólo por su música adictiva (Honky Cat, Crocodile Rock, Bennie and the Jets), sino por el gran número de adicciones propias que incluyeron el alcohol, el sexo, la cocaína y la manía consumista en las tiendas de ropa. La extravagancia en el vestuario fue naturalmente una de sus tarjetas de presentación predilectas, y sus fans buscaron siempre, detrás o por encima de sus baladas románticas, a la figura controvertida del glamoroso iconoclasta gay que, sin proponérselo demasiado, dictaba una peculiar manera de vestir y todo un estilo de vida. Elton John: un dandy exitoso en el mainstream musical, contrapartida estrafalaria de figuras más underground y disruptivas como David Bowie o Lou Reed.
¿Cómo procede Dexter Fletcher para marcar las aristas artificiosas del personaje público y penetrar desde ahí hasta el meollo vital que es su complejísima vida privada? Con la entrada triunfal de la estrella de rock, esperpénticamente ataviada como un Rocketma n de regreso a la Tierra, a ese oscuro centro de adicciones donde de manera falsamente compungida confiesa: Me llamo Elton Hércules John y soy un alcohólico
. Lo que sigue a esa declaración atribulada es el recuento de una infancia marcada por el maltrato doméstico y el rechazo de un padre tiránico y frío, matizado todo por la displicencia afectiva de la madre y la vigorosa complicidad de la abuela, único personaje capaz de valorar la presencia en la familia de una precocidad artística genial. El niño Reggie Dwight, quien al inicio de su carrera adoptaría azarosamente el nombre de Elton John (Taron Egerton), demuestra muy pronto ser un virtuoso en el piano y un compositor nato. También descubre, con celeridad parecida, su preferencia homosexual y la debilidad amorosa por su amigo y letrista Bernie Taupin (Jamie Bell). Del mismo modo en que la canción Your song ilustra en la película esa pasión no correspondida, el resto del relato se articula a partir de algunos grandes éxitos del cantante que aluden a aspectos anecdóticos de la vida de la estrella, pero que son sobre todo el pretexto para grandiosas coreografías a las que el director ha añadido, por momentos, algún toque surrealista.
El resultado tiene poco o nada que ver con el estilo de su trabajo anterior, Bohemian Rhapsody, encargo que posiblemente lo sorprendió por su enorme éxito comercial. En Rocketman la apuesta es mucho más personal y naturalmente más arriesgada. Taron Egerton interpreta con brío a la estrella de rock, canta él mismo las melodías, y en ningún momento parece apesadumbrado por asumir su condición homosexual frente a familiares o amigos, pese a toda la homofobia imperante y sus múltiples disfraces. Aunque por la naturaleza misma de la historia, muy atenta a referir los sinsabores y frustraciones del protagonista, la cinta camina peligrosamente al filo del melodrama o del fastidioso cliché del duro precio de la fama, o, peor aún, de la posible recuperación moralista del patético espectáculo de una vida (casi) destruida por el alcohol y por las drogas, lo que finalmente prevalece en Rocketman es la airosa reivindicación de una sexualidad marginal que se sobrepone al fracaso amoroso (relación tormentosa con su amante y antiguo manager John Reid / Richard Madden), a la engañosa vanidad de un éxito fulgurante y a la distancia sanitaria que le marca la familia. En sus excesos y sus múltiples virtudes, Rocketman guarda un estrecho parentesco con el estilo exuberante de otro maestro inglés del musical biográfico de los años 70, el Ken Russell de Tommy y Lisztomanía, de Malher y The music lovers. En el obligado relevo generacional, Fletcher ha tirado por la borda el patetismo y la vieja culpa de la estrella musical homosexual, para presentar de cuerpo entero a un Elton John abiertamente gay y exquisitamente camp que, a la manera de un Rocketman, regresa triunfante a esa misma tierra de la que por largo tiempo se consideró moralmente denostado y proscrito.