Recuerdos // Empresarios (CV)
na lección.
“Aquellos años –recodaba Conchita– eran regidos, en lo taurino, por el general Maximino Ávila Camacho; en tanto, la torería se había dividido en dos bandos: toreros y ganaderos, lo que, recuerdo, se conoció como el Pacto de San Martín Texmelucan.
“Por un lado, se encontraban como líderes Chucho Solórzano y Fermín Armillita con algunos novilleros, y los ganaderos de Tlaxcala y La Punta, y por el otro, eran cabezas
Lorenzo Garza y Luis Castro El Soldado, con San Mateo y Torrecilla y algunos otros noveles.
“Yo –relató Conchita–, debido a que toreaba con todos, gracias a la distinción que me hacían por ser rejoneadora, señorita y extranjera, quedé al margen de las discusiones, de las cuales me enteraba vagamente. Comprendí que los gestos altruistas no siempre eran sinceros y así teníamos a una seudofigura protegiendo a toreros de tercer orden, no por espíritu de caridad, sino por quitarle el puesto a un rival más peligroso. También me enteré por aquel entonces, de lo del túnel, una maniobra por la cual taurinos poco escrupulosos pagaban a las cuadrillas menos de lo que por ley debían, obligándolas, al mismo tiempo, a que firmaran recibos por la cantidad estipulada por la Unión o no toreaban. Al túnel iban, pues, casi todos.
“Regenteaba los destinos de El Toreo Tono Algara, cuando fue citado una tarde a la Unión de Matadores, para solucionar un caso grave. Se terminaba la temporada y la empresa no había cumplido con anunciar a un novillero.
“Yo nunca había ido a la Unión, pero aquel día, no recuerdo por qué, Ruy me llevó a que la conociera. Así, aconteció que asistimos a la última parte de la discusión que sostuvo Tono con los representantes del novillero. Algara, defendiendo los intereses de la empresa, demostraba la imposibilidad de anunciar al muchacho que tan rotundamente fracasara al principio de la temporada y que no pretendía, con sus exigencias, sino sacarle dinero a la empresa.
“–Si procediese de buena fe –decía nuestro amigo–, no hubiera esperado hasta hoy, antevíspera de la corrida, para presentar su queja. Lo que más debería exigir, y estoy de acuerdo con ello, es una nueva oportunidad para el año entrante; para eso le firmaré, si quiere, dos novilladas.
“El novillero no aceptó.
“–Bien –dijo Algara–, ante el espanto general, toreas el domingo. Tu contrato no especifica condiciones ni ganaderías. Matarás en último lugar, un solo toro, El Sobrero, jabonero de Peñuelas, que está en los corrales de la plaza.
“–¿Cuál? –preguntó, visiblemente preocupado el muchacho– Hablar en esos días de uno de Peñuelas era hablar del demonio.
“–El que vino para la temporada grande –contestó Algara–. Está muy gordo, tiene cabeza, está enmorrillado y precioso, y a la gente le entusiasmará tu gesto de hombría al matarlo.
“¿Un sobrero en los corrales desde hacia seis meses, gordo y de Peñuelas? Ni hablar.
“–Don Antonio –suplicó el novillero– ¡a ese no lo quiero torear!
“–Ya me lo figuraba –contestó Tono–, tú, lo que quieres es hablar; pues nada, ¡toreas, para eso tengo un contrato!
“El muchacho casi lloraba pidiendo lo librara del compromiso.
“–Bien –concedió Antonio–. Te haré ese favor, pero tengo testigos de que no toreas porque no quieres.
“El novillero, pálido y tembloroso, se lo agradeció.
“–Oye, Tono –comentó mi maestro– minutos después de abandonar la Unión. Subíamos por la calle de Madero. –Oye, Tono –repitió Ruy, pensativo–, ayer estuve en los corrales de la plaza y no vi el tal jabonero de Peñuelas.
“–No existe –explicó muy tranquilo Antonio Algara.”
***
“Guadalajara, la bella y simpática capital tapatía, era la tierra de mi predilección. Me gustaba visitar la iglesia de Zapopan por la noche, y si iba acompañada por algunos caballistas, lucir, entrando en el recinto sagrado, el vistoso sombrero de mi acompañante. A la salida del templo me agradaba parar frente a las pequeñas hogueras, cuidadosamente abanicadas por mujeres del pueblo y beber un café muy sabroso; sabroso, porque allí todo sabía bien. En estas ocasiones solíamos reunirnos un grupo de gente joven y no necesitábamos para divertirnos grandes salones ni cosa parecida; nos bastaba con nuestra juventud.
(Continuará) (AAB)