Domingo 2 de junio de 2019, p. a16
Isaac Asimov fue un adelantado a su tiempo y su obra es un espejo de nuestras esperanzas y temores hacia el futuro. La colección definitiva de relatos de Asimov, maestro indiscutible de la ciencia ficción, culmina con este segundo volumen en el que se incluyen 40 cuentos que demuestran, una vez más, el desbordante talento del autor. Con autorización del sello editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del libro.
En los dos primeros volúmenes de mis cuentos completos (éste es el segundo) reúno más de cincuenta relatos, y todavía quedan muchos más para volúmenes futuros. Debo admitir que incluso a mí me deja un poco atónito. Me pregunto dónde encontré tiempo para escribir tantos cuentos, considerando que también he escrito cientos de libros y miles de ensayos. La respuesta es que me he dedicado a ello durante cincuenta y dos años sin pausa, de modo que todos estos cuentos significan que ya soy una persona de cierta edad.
Otra pregunta es de dónde saqué las ideas para tantas historias. Me la plantean continuamente.
La respuesta es que, al cabo de medio siglo de elaborar ideas, el proceso se vuelve automático e incontenible.
Anoche me encontraba en la cama con mi esposa y algo me estimuló la imaginación. –Acaba de ocurrírseme otra historia sobre deseos frustrados –le dije.
–¿Cómo es? –me preguntó.
–Nuestro héroe, que ha sido bendecido con una esposa tremendamente fea, le pide a un genio que le conceda una mujer bella y joven en la cama por las noches. Se le concede el deseo con la condición de que en ningún momento debe tocar, acariciar y ni siquiera rozar el trasero de la joven. Si lo hace, la joven se transformará en su esposa. Cada noche, mientras hacen el amor, él no es capaz de apartar las manos del trasero, y el resultado es que todas las noches se encuentra haciendo el amor con su esposa.*
* Como mi querida esposa es para mí la mujer más bella del mundo –y lo sabe– no se tomó a mal esta historia, salvo para decirme que yo tenía una mente morbosa.
Lo cierto es que cualquier cosa me hace pensar en un cuento.
Por ejemplo, estaba revisando las galeradas de un libro mío cuando me llamó el director de una revista. Quería un cuento de ciencia ficción inmediatamente.
–No puedo –le dije–. Estoy liado con unas galeradas.
–Déjalas.
–No.
Colgué. Pero al colgar pensé qué cómodo sería tener un robot que pudiera corregir las galeradas por mí. De inmediato dejé de revisarlas, pues se me había ocurrido un cuento. Lo encontraréis aquí como Galeote
.
Mi cuento favorito en esta compilación es El hombre bicentenario
. Poco antes de iniciarse el año 1976, el del bicentenario de Estados Unidos, una revista me pidió que escribiera un cuento con ese título.
–¿Acerca de qué? –pregunté.
–Acerca de cualquier cosa. Sólo tenemos el título.
Reflexioné. Ningún hombre puede ser bicentenario, pues no vivimos doscientos años. Podría ser un robot, pero un robot no es un hombre. ¿Por qué no un cuento sobre un robot que desea ser hombre? De inmediato comencé «El hombre bicentenario», que terminó por ganar un premio Hugo y un Nebula.
En cierta ocasión, mi querida esposa Janet tenía un fuerte dolor de cabeza, pero aun así se sintió obligada a prepararle la cena a su amante esposo. Resultó ser una cena exquisita y –como soy un amante esposo— comenté:
–Deberías tener jaquecas más a menudo.
Y ella me arrojó alguna cosa y yo escribí el cuento Versos luminosos
.
Un joven colega murió en 1958 y le hicieron una simpática nota necrológica en el New York Times. Fue en aquellos viejos tiempos en que los escritores de ciencia ficción no gozaban de gran notoriedad. Me puse a cavilar si, cuando yo pasara a la gran máquina de escribir del cielo, el New York Times se dignaría mencionarme a mí también. Hoy sé que lo hará, pero entonces no lo sabía. Así que tras muchas cavilaciones escribí Necrológica
.
Una vez tuve una discusión acalorada con el director de una revista. Él deseaba que yo introdujera una modificación en un cuento y yo me negaba; no por pereza, sino porque pensaba que estropearía el cuento. Al final, se salió con la suya (como es habitual), pero yo me desquité escribiendo El dedo del mono
, que es una buena descripción de lo que sucedió.
La directora de una publicación me pidió una vez que escribiera un cuento sobre un robot femenino, pues hasta aquel momento todos mis robots eran masculinos. Acepté sin objeciones y escribí «Intuición femenina». Lo que mejor recuerdo de ese cuento es que no entendí que la mujer lo quería para ella. Creí que me estaba dando un consejo desinteresado. En consecuencia, cuando terminé el cuento y otro director me pidió uno con toda urgencia, me dije: Pues ya lo tengo
. Y cuando la directora se enteró recibí una lluvia de insultos.
Algunos cuentos surgen cuando otra persona hace un comentario casual. Cuentos tales como Reunámonos
y Lluvia, lluvia, aléjate
son ejemplos de ello. No me siento culpable por inspirarme en frases ajenas. Ya que los demás no van a hacer nada con ellas, ¿por qué no usarlas?
Pero lo cierto es que los cuentos surgen de cualquier cosa. Sólo hay que mantener los ojos y los oídos abiertos y la imaginación en marcha. Una vez, durante un viaje en tren, mi primera esposa me preguntó de dónde sacaba las ideas, y respondí:
–De cualquier parte. Puedo escribir un cuento sobre este viaje en tren. Y comencé a escribir a mano.
Pero ese cuento no figura en este volumen.
Isaac Asimov
¡No tan definitivo!
Nicholas Orloff se caló el monóculo en el ojo izquierdo con la rectitud británica de un ruso educado en Oxford y dijo en tono de reproche:
–¡Pero, mi querido señor secretario, quinientos millones de dólares! Leo Birnam se encogió de hombros y echó aún más atrás en la silla su cuerpo delgado.
–Los fondos son necesarios, delegado. El Gobierno del Dominio de Ganimedes está desesperado. Hasta ahora he podido mantenerlo a raya, pero soy sólo secretario de Asuntos Científicos y mis poderes son limitados.
–Lo sé, pero… –Orloff extendió las manos en un ademán de impotencia. –Me lo imagino –convino Birnam–. Al Gobierno del Imperio le resulta más fácil hacer la vista gorda. Hasta ahora no ha hecho otra cosa. Hace años que intento hacerles comprender la naturaleza del peligro que se cierne sobre todo el sistema, pero parece imposible. No obstante, recurro a usted, señor delegado. Usted es nuevo en su puesto y puede encarar este asunto joveano sin prejuicios de ningún tipo.
Orloff tosió y se miró las puntas de las botas. En los tres meses que llevaba actuando como sucesor del delegado colonial Gridley había dado carpetazo, sin leerlo, a todo lo relacionado con esos malditos delirios joveanos
. Tal actitud concordaba con la política ministerial, que calificó el problema joveano como asunto cerrado
mucho antes de que él iniciara su gestión.
Pero, dado que Ganimedes había empezado a fastidiar, lo enviaban a él a Jovópolis con instrucciones de contener a aquellos condenados provincianos
. Era un asunto feo.