Opinión
Ver día anteriorMartes 28 de mayo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Violencia desbordada y nuevo paradigma
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a semana pasada proliferaron en distintos estados los enfrentamientos entre bandas delictivas rivales, así como entre grupos de sicarios y fuerzas del orden, y las ejecuciones. Esta alarmante racha fue sucedida por una escena terrible: en La Huacana, municipio michoacano de Nueva Italia, un grupo de civiles jaloneó, desarmó y retuvo a soldados que previamente habían desarmado a presuntos autodefensas; en una videograbación que recorrió las redes sociales puede apreciarse un intercambio telefónico entre uno de los habitantes y el superior de los uniformados, en el que el primero exige la devolución del armamento. Si se agrega a los hechos de violencia antes referidos, el episodio deja la impresión de un desolador vacío de poder y de autoridad a lo largo y ancho de la República.

Tal vacío es real, pero los hechos mencionados son sólo sus expresiones más recientes; se ha ido creando desde hace cuando menos tres sexenios y se ha visto agravado por el fracaso de la estrategia antidelictiva y de seguridad pública aplicada en los dos anteriores, esa guerra contra la delincuencia que la Presidencia lopezobradorista ha declarado cancelada. En su lugar, el gobierno federal ha planteado un nuevo paradigma en materia de seguridad pública en el que la parte fundamental no es ya la guerra o el combate en contra de algo, sino la pacificación del país.

Lo inevitable de este viraje puede ilustrarse con el hecho de que los sucesos de La Huacana sólo habrían podido enfrentarse de dos maneras: con una reacción defensiva, pero obligadamente violenta por parte de los efectivos militares –a quienes, en rigor, les habría asistido la razón jurídica, porque las armas que decomisaron son de uso exclusivo de las fuerzas armadas–, o con una autocontención como la que exhibieron. Los pobladores que redujeron a los soldados tenían, por su parte, su propios motivos: abandonados y desprotegidos durante años por las autoridades de los tres niveles de gobierno, la posesión de ese armamento ha sido la única manera de darse a sí mismos cierta seguridad.

No hay, en esta circunstancia, una solución fácil ni inmediata ni una alternativa viable a la estrategia de paz y seguridad elaborada por el gobierno federal, la cual pasa por resolver las causas sociales profundas de los fenómenos delictivos, la lucha contra la corrupción –la cual significa también el encubrimiento y la complicidad desde el poder público a los grupos criminales–, la depuración y el rediseño de la procuración de justicia, la cultura de derechos humanos, el replanteamiento del problema de las adicciones como un asunto de salud y no de seguridad, la dignificación del sistema carcelario, y la construcción de procesos de paz con justicia transicional, además de la creación y el despliegue de la ya mencionada Guardia Nacional.

Ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que a partir del próximo 30 de junio se reforzará la presencia de esa corporación en los puntos más conflictivos del país, ya con el marco de las leyes secundarias aprobadas hace unos días y que regulan el uso de la fuerza, el registro de detenciones y reforman el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Aun así, y en el supuesto de que dé resultado la apuesta del gobierno federal de reducir la delincuencia atacando sus razones sociales y económicas, la pacificación la nación no podría lograrse en meses o semanas; será, por desgracia, un proceso largo y erizado de obstáculos. Por el bien del país y sus habitantes, cabe esperar que tenga éxito.