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Arte y tiempo

Por jodidos y hocicones mataron a los actores

Y

a a principios del siglo XVII, Fray José de Jesús María advertía a la gente decente que los actores son gente holgazana, mal inclinada y viciosa, y que por no aplicarse al trabajo de alguno oficios útiles y loables de la república, se hacen truhanes y chocarreros para gozar de la vida libre y ancha.

Con semejantes y centenarios antecedentes, cómo es que a principios del siglo XX no se iba a fusilar a tres descarados corredores de la legua que andaban por aquí y allá hablando mal del gobierno, de la buena sociedad y por momentos hasta de la sacrosanta Iglesia. Así que, por consecuencia natural por todos aplaudida, Por jodidos y hocicones mataron a los actores.

Buen ejercicio de rescate de formas teatrales del medievo y poco más, esta gangarilla (grupo trashumante de tres actores, de quienes uno canta y toca un instrumento musical) presenta a tres fulanos que fueron fusilados durante la Revolución, pero qué –quién sabe por qué– andan aún vagando por este mundo y, claro, recordando algunas de sus andanzas, pero también hechos y sucesos del tiempo y sociedad que les tocó vivir.

Así, el compiadre (César Enríquez), El Compita (Rodrigo Ostap) y Este buey (Eduardo Pueblo), que es el guitarrista, van desenrollando la madeja que les permite recorrer desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, haciendo las alusiones y adecuaciones temporales pertinentes a cada episodio de cada época, creando así una especie de teatro dentro del teatro, ya que cada personaje, sin dejar de ser él, debe interpretar a otros y sin perder el tono fársico permanente de la obra.

Es importante SUBRAYAR que lo que vemos es reminiscencia de una forma materialmente pobrísima de hacer teatro. Eran grupos (no puede hablarse aquí de compañías) que cargaban o arrastraban un baúl que contenía todo su vestuario, escenografía, maquillaje, pelucas, etc., con los cuales tenían que representar lo que fuera menester. Se comprenderá fácilmente que estos tres muertos, aunque blancos, blancos porque tienen más de un siglo de ser difuntos, se las ven negras para poder escenificar su historia.

No obstante, salen bien librados, ya que la escenografía y el atrezo, a cargo de Natalia Sedano, son como correspondía en época: totalmente funcionales, ligeros, sumamente prácticos y fáciles de desmontar porque nunca se sabía dónde ni en qué momento habrían de poner pies en polvorosa, sea porque algún principal aldeano se hubiera sentido ofendido, o porque milagrosamente alguna bolsa o maravedí hubiera caído en sus alforjas.

Bien cumplido, en general, el propósito de obra y montaje, la representación se alarga mucho, y mucho tiempo también le dedican a un episodio de todos conocido, el que propició que una de las denominaciones despectivas para los homosexuales sea la de 41. Ahora que comienza una nueva temporada, muy bien le caería a la obra una peinada, que le redujera unos 15 minutos con lo que ganaría en efectividad. Otra cosa a cuidar es la dicción porque en más de un momento tanto a El Compiadre como a El Compita no se les entiende. El lenguaje visual está muy bien logrado y muy adecuada la mención de Stanislavski, aunque buena parte del público no la entienda.

La obra, se presenta de jueves a domingo en un teatro que están reviviendo, el Isabela Corona, en pleno corazón de Tlatelolco.