18 de mayo de 2019 • Número 140 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver


Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Nicolás Echevarría

Apostillas periféricas a un debate centralista

ARIDOAMÉRICA
La otra conquista

Donde paresce cuanto se engañan los pensamientos de los hombres,
que nosotros andábamos a les buscar libertad [a los indios] y cuando
pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Naufragios

La carta que con motivo de los 500 años de la caída de Tenochtitlan envió López Obrador al rey de España, planteándole sensatamente que a partir del “reconocimiento de los agravios causados” se busque formular un “relato compartido, público y socializado” de nuestra historia común, desató en prensa y redes sociales una lluvia de improperios y algunas opiniones.

Las hay francamente colonialistas, como la del español Santiago Abascal, del partido Vox: “López Obrador, México y toda América deberían agradecer a los españoles que llevaran la civilización y pusieran fin al reinado del terror y la barbarie al que estaban sometidos. Nada más que decir. España dejó Nueva España como un territorio rico y próspero”.

Otras se ubican en el “revisionismo” histórico, como la del mexicano Martínez Baracs: Los españoles “no vinieron a matar gente, esto ya está aceptado, aunque hay todavía quien insiste en el genocidio. Los españoles hicieron una guerra, pero después para nada iban a querer matar a los indios, hubieran estado locos, si era una fuerza de trabajo super organizada”. Y redondea: “La Conquista es un levantamiento, una gran rebelión indígena contra los mexicas, que aprovechó la llegada de los españoles. Fueron indígenas [como los tlaxcaltecas] quienes se levantaron […]. Entonces imagínense  que los españoles fueron los liberadores y la Conquista se puede ver como el gran momento de transformación político, social, cultural, religioso, lingüístico, todo” (Proceso 2213, 31/3/19). Porque, como dice Antonio García de León, sumándose a esa hipótesis interpretativa, “los aztecas no eran una perita en dulce, sometían a las poblaciones, tenían muchísimos enemigos” (La Jornada 22/4/19). Desde esta perspectiva la llamada Conquista sería en verdad un episodio “libertario” en el que -según el también revisionista Federico Navarrete- La Malinche resplandece como una suerte de Juana de Arco mesoamericana.

Hay quienes se atienen al relativismo histórico y sostienen, como Ana Luisa Izquierdo, que “a Cortés hay que verlo hoy como un hombre de su tiempo” (La Jornada 7/5/19). Y es verdad, así hay que verlo. Pero también a Trump hay que verlo como un hombre de su tiempo. Sin duda, como dice Izquierdo, “la Conquista fue legal conforme al derecho de los castellanos”. Y sin duda el cierre a la frontera a los migrantes es legal conforme al derecho estadounidense. Entonces, ¿porque Trump es un cabrón y Cortés no? ¿Será porque Cortés es un personaje histórico y el historiador no juzga?

“El historiador comprende, no juzga”, escribe Marc Bloch en su alegato en favor de la historiografía como ciencia (Apología para la historia o el oficio de historiador). Yo diría, más bien, que también el historiador juzga, pero debe cuidarse mucho de que sus juicios le impidan comprender. Y es que queremos entender el pasado para así entender el presente que de él proviene. Un presente en el que es inevitable juzgar y tomar partido. Pero, ¿cómo juzgar los efectos y no juzgar las causas? ¿Es posible reprobar el racismo de hoy sin enjuiciar éticamente la colonización que lo engendró?

Las culturas, sus normas, sus valores cambian. Y es en relación con estos cambios que hay que explicar las conductas del pasado. Pero esto no impide al historiador colocarse vicariamente en la situación que estudia y formular un posicionamiento ético. Carlos Marx pensaba que la “acumulación originaria” de capital a costa de campesinos y artesanos, era inevitable e incluso progresiva (lo que a mí me parece dudoso), pero aun así, en su rigurosa exposición analítica del proceso, toma claramente partido por los expropiados. De no haberlo hecho, don Carlos hubiera sido un economista más y no el fundador del marxismo.

Por su parte, y en otra tesitura, Pedro Salmerón (La Jornada 4/4/19), se apoya en el libro Indios imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista de México, de Guy Rosat, para poner en duda la indianidad de los presuntos “testimonios indígenas” editados por Miguel León-Portilla en La visión de los vencidos. Obra queen realidad sería una construcción teológico-occidental del episodio, que embona con el resto del indigenismo mexicano en su pretensión de inventar a los indios para mejor asimilarlos.

Sin duda los miles de guerreros aportados por los resentidos caciques tlaxcaltecas tributarios de la Triple Alianza fueron decisivos en la caída de Tenochtitlan y en el resto de la conquista; y es evidente, también, que los cantares escritos durante la tercera década del siglo XVI o más tarde, tienen la impronta del pensamiento de los conquistadores, que los informantes de Sahagún leían los libros de teología del colegio de Tlatelolco y que Fernando Alva Ixtlixochitl estaba cristianizado. El problema radica en que sostener razonablemente, como lo hace Rozart, que “los textos indígenas de la conquista no son textos históricos sino textos teológicos”, pone en duda no solo la versión legendaria de la caída de Tenochtitlan-Jerusalén -cuestionamiento que me parece muy pertinente- sino incluso el llamado genocidio, pues la propia descripción que hacen los cronistas de las masacres puede estar sesgada.

No es ésta, creo, la intención del muy decolonial revisionismo histórico de Rozat, Salmerón y otros. Pero para evitar el oscurecimiento de la catástrofe civilizatoria, sus ejecutores, sus conductores y sus instigadores ocultos (a veces impersonales, como la insaciable codicia del gran dinero) sería pertinente buscar otras vías de ingreso a los intríngulis del sangriento encontronazo.

Escribe Rozat que “estos estratos discursivos nos impiden acceder de manera inmediata e inocente a genuinos textos del encuentro americano” (Indios imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista de México, p. 10). Textos “genuinos” difíciles sino imposibles de encontrar, pues los protagonistas indígenas de los primeros años no escribieron y los cronistas ulteriores a veces escribían de oídas y en todo caso estaban occidentalizados. Dice bien Salmerón: “Las fuentes las escriben los vencedores”.

Batallas en el desierto

Hay, sin embargo, otro abordaje posible. Pero para emprenderlo necesitamos ir más allá de la proverbial “primera Conquista” y atender a la totalidad del proceso sojuzgador.

Tanto el debate en torno a la carta de López Obrador al rey, como la reinterpretación de lo sucedido en el arranque del siglo XVI, como la decodificación del discurso occidental presuntamente oculto tras de las visiones convencionales de dichos sucesos, se quedan en una suerte de versión chilanga -valga decir, centralista- de la Conquista; narrativa focalizada en la caída de Tenochtitlan, la derrota de los aztecas y el sometimiento de los pueblos del centro de México. Un curso que duró menos de cinco años y que por su desarrollo concentrado y dramático se presta a reconstrucciones anecdóticas protagonizadas por héroes y villanos (intercambiables al tenor de los sucesivos revisionismos), como las que en efecto ha tenido.

Pero si atendemos al conjunto de lo que hoy es México, tendremos que admitir que la Conquista abarcó también el sur maya -ámbito en que el propio Cortés incursionó profundamente- y sobre todo la Aridoamérica chichimeca, un territorio poco poblado pero tres o cuatro veces más basto que el de los aztecas, tlaxcaltecas y purépechas, que llevó otros setenta años dominar y donde el expansionismo hispano se topó con una resistencia tenaz y generalizada.

Fue, la del norte, una “guerra chichimeca” en la que los tlaxcaltecas (y esta vez también algunos mexicas) fueron de nuevo utilizados por los españoles. Pero que, siendo parte insoslayable de una Conquista que no terminó con la caída de Tenochtitlan, en modo alguno puede ser leída como una “rebelión indígena” (ya no contra los mexicas sino ahora contra los chichimecas) como lo hacen Martínez Barac y otros, con los primeros episodios del encontronazo.

La interminable confrontación entre los conquistadores y los chichimecas, nada tuvo de “rebelión”,  fue una guerra colonial prolongada y en campo abierto donde nunca funcionaron la diplomacia, las astucias divisionistas y las alianzas que estilaba Hernán Cortés. Una historia ubicua y dispersa que, a diferencia de la otra, no se presta para sintetizarla en dramáticos y teatralizables “momentos estelares”. 

En Aridoamérica no había un Moctezuma a quien secuestrar ni un Cuauhtémoc a quien vencer ni una Tenochtitlán que ocupar; vaya, ni siquiera hubiera servido una histriónica traductora como La Malinche, pues ahí las lenguas eran tan numerosas como las tunas del Gran tunar. En cambio, recios, curtidos y dispersos en un amplio e inhóspito territorio, los flechadores del norte eran anónimos (cuando menos para el occidental) y casi imposibles de vencer, de modo que la guerra chichimeca duró cerca de medio siglo. 

“El asombroso triunfo de Cortes sobre pueblos tan numerosos y complejos como los tlaxcaltecas, aztecas y tarascos -escribe Philip W. Powell en La guerra chichimeca- no resultó más que el preludio de una mucho más dilatada pugna militar contra las proezas de los guerreros más primitivos de América. Esta lucha fue llamada la guerra de los chichimecas y dio fin, simbólicamente, a la “primera conquista” de México” (p 9).

De los espantables arqueros nómadas de Aridoamérica habla una quintilla de Fernán González de Eslava:

Dentro en su furor esquivo

se encierran todos los males,

y con flechas infernales

a ninguno dejan vivo

de los míseros mortales.

Dice el soldado Alvar Núñez Cabeza de Baca, que vivió con ellos casi una década: “Esta es la más presta gente para un arma que yo he visto. Ven y oyen más y tienen más agudo sentido que cuantos hombres yo creo que hay en el mundo. Son grandes sufridores de hambre y sed y de frío, como que están más acostumbrados y hechos a ello que otros. La manera que tienen de pelear es abajados por el suelo y mientras flechan andan saltando siempre de un cabo para otro, guardándose de las flechas de sus enemigos, tanto, que en semejantes partes pueden rescebir muy poco daño de ballestas y arcabuces; antes los indios burlan de ellos, porque estas armas no aprovechan […] a donde andan ellos…” (Naufragios p 87, 88).

Esto lo escribe Alvar en 1537, cuando aún no se había generalizado la guerra chichimeca, de modo que no es justificación de futuros fracasos ibéricos, sino oportuna -cuan desoída- advertencia a los desaprensivos conquistadores.

En cierto modo la del norte fue la verdadera conquista; una prolongada batalla que no tuvo nada de libertario y que tampoco puede interpretarse a partir de proféticas señales en el cielo, retornos anunciados de Quetzalcóatl, terror religioso a los caballos y artes civilizatorias de la verdadera fe.

Si por genocidio entendemos aniquilación física premeditada de un grupo social (“venir a matar gente”, en la restrictiva definición de Martínez Baracs), en Aridoamérica ciertamente no lo hubo, pues a falta de metales preciosos -que en la región se descubrirían después- , el conquistador tardío Nuño Beltrán de Guzmán y los suyos se conformaron con capturar indios nómadas para venderlos como esclavos en las Antillas. Pero lo que sí hubo fue etnocidio: la destrucción violenta y sistemática de la economía, la sociedad y la cultura de uno o más grupos étnicos, con el fin de secuestrar y desarraigar a sus integrantes. Un etnocidio despiadado, airadamente resistido por los pobladores originales de la región.

Por muy “revisionista” que se proclame, la narrativa histórica que se regodea en la novelesca caída de Tenochtitlán y ve la derrota de los aztecas como La Conquista propiamente dicha, es en el fondo una reiteración con variantes de la lectura occidental y colonial que ilumina solo los acontecimientos que tuvieron lugar en  el “centro civilizado” y deja en penumbras lo ocurrido en la “periferia salvaje”. Y hoy, que reconocemos la importancia decisiva de las orillas, la historia del genocidio y la resistencia aridoamericana debe ser revisitada.

La conquista del norte también tuvo cronistas que la presentaron como una Cruzada evangelizadora, aunque quizá por su misma violencia no contó con escribientes indígenas transculturados, como los de Tlatelolco. Pero, a cambio, tuvo en su arranque un narrador excepcional cuyo testimonio refleja poderosamente la vivencia indígena. Y la refleja precisamente porque el que habla no es indígena natural sino naturalizado, de modo que no trata de inventarse al “otro” a distancia o a toro pasado, sino que es el “otro” siendo el mismo. Este personaje paradójico, esta quimera histórica es Alvar Núñez Cabeza de Baca, soldado español y por nueve años indio adoptivo.

Pálido chichimeca

Nacido en Jerez de la Frontera en 1490, el andaluz Alvar Núñez Cabeza de Vaca participa en calidad de tesorero en la expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida en 1527. La incursión sufre toda clase de percances en que mueren o son muertos por los indios cerca de 600 de los embarcados. Sobreviven cuatro -entre ellos Alvar- quienes durante nueve años recorren lo que hoy son Luisiana, Texas, Nuevo México y Arizona, en Estados Unidos, y los ahora estados mexicanos de Sonora y Sinaloa. Por casi una década comparten carencias y alegrías con las tribus nómadas o seminómadas de Aridoamérica, que quizá por su aspecto estrafalario terminan por acogerlos como curanderos y chamanes. En 1536 ellos y el grupo de indios nebomes con el que marchaban, se topan con los hombres del capitán Diego de Alcaraz, que andaban a la caza de indios para esclavizarlos. Y con esto termina el periplo de los españoles, del que Alvar deja constancia en una crónica titulada Naufragio y relación de la jornada que hizo a la Florida con el adelantado Pánfilo de Narváez, conocida comúnmente como Naufragios.

Narración directa y lineal pero intensa y apasionada, en Naufragios creo percibir la “inmediatez” e “inocencia” que pide Rozat. La excepción son unos pocos párrafos de retórica evangelizadora (p 125-128), con los que el narrador trata de convencer a Carlos I de que -aun si exhaustos y en extrema penuria- los náufragos siempre se esforzaron por inculcar la verdadera fe en sus salvadores aridoamericanos. Y es que Alvar, que cuando escribe ha regresado a España, desea obtener un nombramiento real como Capitán general y Gobernador de Río de la Plata. Comisión que a la postre consiguió.Fuera de estas pocas páginas, que suenan a hueco, no descubro ni dobleces ni ideología en el trepidante relato.

Todo lo contrario, en Naufragios encuentro el drama de la Conquista como experiencia vivida. No las minuciosas descripciones etnográficas de un Sahagún o el relato de grandes acontecimientos que, registrados por cronistas como Bernal Díaz, fueron recogidos después por la historiografía, sino el personal e intransferible testimonio de la confrontación con el “otro”.

Pero a la postre el “otro” de Alvar no son los indios. Paradójicamente lo que el andaluz experimenta y narra con excepcional elocuencia no es tanto el desencuentro cultural implícito en la forzada integración de los náufragos ibéricos con las tribus de los originarios, sino el choque que para los ya asimilados al mundo aborigen representa la súbita aparición de los españoles, extraños ominosos y acorazados a los que por unos vertiginosos instantes Alvar ve con ojos de chichimeca.

Nuño Beltrán de Guzmán había llegado de Cuba a la provincia de Pánuco en 1525 y después de un lapso en la capital como presidente de la primera Audiencia, en 1529 emprendió su incursión por las tierras del norte con un ejército de 500 españoles y 15 mil indios tlaxcaltecas y mexicas. Traía -dice en su relación- “setenta ballestas y cincuenta escopetas y doce tirillos de bronce con sus bancos, y muchas lanzas y municiones de saetas y casquillos e hilo de ballestas y pólvora…”. En su recorrido por lo que hoy es Michoacán, Guanajuato, Jalisco, Nayarit, Zacatecas, Durango, Sonora y Sinaloa azotó, torturó, mató, quemó vivos o entregó a los perros (“aperreó”) a numerosos caciques y a miles de indígenas del común; además de herrar y vender al precio de un peso por cabeza a los habitantes de pueblos enteros.

A su paso quedaron, humeantes, cientos de aldeas incendiadas, pues después de vencer a quienes se le resistían, se apropiaba del maíz y otros bastimentos para luego arrasar y quemar lo restante, de modo que los diezmados pasaran hambre y no pudieran reorganizarse. “Porque en esas tierras no hay oro ni plata ni ganados ni granjería alguna”, según escribió en su relación, se dedicó a cazar indígenas y venderlos como esclavos en las islas del Caribe.

Cuando Alvar y los suyos llegan a Sinaloa con un grupo de indios  nebomes, Guzmán aun gobierna Nueva Galicia, y los soldados con los que se encuentran son gente del sobrino de Nuño, Diego de Guzmán, y del capitán Diego de Alcaraz, que andan precisamente a la “caza de indios”.

En su odisea de Florida a Sinaloa, Alvar vio morir a muchos de sus compañeros saeteados por los arqueros indígenas y el mismo fue herido dos veces, una por flecha y otra por piedra, además fue esclavo de una familia de tuertos y recibió golpes y humillaciones. Pero a la postre los indígenas lo salvaron de la muerte y acabó confraternizando con ellos e integrándose a sus sociedades.

“Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos […] con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos la propia figura de la muerte […]. Los indios al ver el desastre en que estábamos comenzaron todos a llorar recio […]. Yo pregunte [a los míos] que si paresciera rogaría que nos llevaran a sus casas. Y algunos de ellos que habían estado en la Nueva España dijeron que no, pues nos sacrificarían. [Pero fuimos] y nos dieron pescado y raíces y tan buen tratamiento que perdimos algo de miedo al sacrificio” (Naufragios, p 41, 42, 43).

Por un tiempo esclavo; luego fabricante de peines, redes y arcos; más tarde ocupado en el trueque de conchas por cueros; y a la postre curandero y chamán, Alvar sufre hambre, sed, frío y enfermedad al igual que los indios con los que anda. Come con ellos cuando hay y lo que hay: maíz, frijol, calabaza y bledos con los que hacen milpa; tunas, nueces, higos, piñones, raíces, moras y yerba con los recolectores; bisonte, venado, perro, conejo, pescado, cangrejo y hasta lagartijas, arañas y gusanos con los cazadores y pescadores. Con ellos ríe y con ellos llora y se acongoja. Con  ellos canta, baila y se emborracha. Los ve pelear y reconciliarse. Los ve nacer y los ve morir… “Fueron casi nueve años, el tiempo que yo estuve en esta tierra, solo entre ellos y desnudo como ellos andaban” (p 55).

Y Alvar, que sabía de la codicia pues de ella venía, aprende a admirar la generosidad que florece en la penuria. “Ningún caso hacen de oro y plata, ni hallan que pueda haber provecho en ello” (p 117). “Es gente muy partida de lo que tienen unos con otros” (p 51). “Aquello que tenían nos lo daban de buena gana y voluntad y holgaban de quedar sin comer por dárnoslo” (p 83). Y también los náufragos aprenden a compartir: “Venían a conocernos, a fin de que nos diesen cuanto traían, porque sabían que nosotros no tomaríamos nada y lo habíamos de dar todo a ellos” (p 105).

Los aridoamericanos robaban, se hacían la guerra unos a otros y podían ser muy crueles. Cosa que Alvar sabía bien, de modo que su idea acerca de ellos no tiene nada que ver con el “buen salvaje” de Rousseau; un concepto acuñado por quienes veían a los rústicos de lejos o simplemente se los imaginaban.

Cuando empiezan a llegarle las noticias y los efectos de las tropelías de los españoles, Alvar los sufre literalmente en carne propia. Y su narración, posiblemente dictada un par de años después, no es reconstrucción de oídas y a toro pasado, sino experiencia viva y compartida. 
“Anduvimos mucha tierra y toda la hallamos despoblada, porque los moradores de ella andaban huyendo por las sierras, sin osar tener casas ni labrar, por miedo de los cristianos.

“Fue cosa que tuvimos muy gran lástima, viendo la tierra muy fértil, y muy hermosa, y muy llena de aguas y de ríos, y ver los lugares despoblados y quemados, y la gente tan flaca y enferma, huida y escondida toda; y como no sembraban, con tanta hambre se mantenían con cortezas de árboles y raíces.

“De esta hambre a nosotros alcanzaba parte en todo este camino, porque mal nos podían ellos proveer estando tan desventurados, que parescía que se querían morir.

“Trajéronnos mantas de las que habían escondido por los cristianos, y diéronnoslas, y aun contáronnos como otras veces habían entrado los cristianos por la tierra, y la habían destruido y quemado los pueblos, y llevado la mitad de los hombres y todas las mujeres y muchachos, y que los que de sus manos habían podido escapar andaban huyendo.

“Como los víamos más atemorizados, sin osar parar en ninguna parte, y que ni querían ni podían sembrar ni labrar la tierra, antes estaban determinados a dejarse morir, y que esto tenían por mejor que esperar y ser tratados con tanta crueldad como hasta ahora allí.

“Siempre hallábamos rastro y señales donde habían dormido cristianos […] Nuestros mensajeros nos dijeron que no habían hallado gente, que toda andaba por los montes, escondidos, huyendo, porque los cristianos no los matasen y hiciesen esclavos; y que la noche pasada habían visto a los cristianos, estando ellos detrás de unos árboles mirando lo que hacían, y vieron como llevaban muchos indios en cadenas…” (p 114, 115, 116).

Lo aquí narrado -que aunque escrito por un español, es tan elocuente como las “voces de los vencidos” recopiladas por León Portilla- corresponde al tiempo en que los náufragos convivían con los indios. Pero la desquiciante iluminación, la catarsis identitaria les llega a Alvar y los suyos cuando se encuentran con los conquistadores.

Así describe la apariencia que debieron haber tenido los extraviados el jesuita Andrés Pérez de Ribas en su obra Historia de los triunfos de nuestra santa fe entre las gentes de las más bárbaras y fieras del Nuevo Orbe: “En su traje y vista no se diferenciaban de los nativos, porque vestidos ya hacía años que no los alcanzaban y estaban tan tostados del sol y criado el cabello como los bárbaros en cuya compañía habían peregrinado” (citado en Páginas para la historia de Sonora y Sinaloa, p 46).

Alvar cuenta lo mismo pero desde el otro lado: “Este día anduve diez leguas, y otro día de mañana alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada” (p 118).

Este es, para mí, el momento decisivo; la culminación de una intensa y prolongada experiencia transcultural que culmina en el instante en que el jerezano se ve en los ojos “tan atónitos” de sus compatriotas como el indio en que se ha convertido. Al tiempo que los ve a ellos como los hideputas que son.

Después de la primera sorpresa y desempolvando un castellano que tenía casi olvidado, el extraviado se da a conocer y trata de defender a sus camaradas nativos. Esta es la suavizada versión de Pérez de Ribas: “Valióles la plática para no caer en  las cadenas y collares de esclavos, pero no para que parase la codicia del capitán que prosiguió en su intento de capturar indios” (Pérez de Ribas p 46).

Y así lo cuenta Alvar, en un pasaje prodigioso por su poder narrativo, que sintetiza la diferencia entre confraternizar y oprimir, entre sanar y matar, entre compartir y saquear, entre venir de donde sale el sol y venir de donde el sol se pone.

“Pasamos muchas y grandes pendencias con ellos [los españoles] porque nos querían hacer los indios que traímos esclavos […]. Vímonos con los indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus casas […]. Ellos no querían sino ir con nosotros […]. A los cristianos les pesaba esto y hacían que su lengua [traductor] les dijese que nosotros éramos de ellos mismos, y que nos habíamos perdido muchos tiempos había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quienes había de obedecer y servir.

“Más todo eso los indios tenían en muy poco o nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre sí platicaban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el Sol, y ellos de donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanza; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie.

“De esta manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían, por el contrario de los otros […]. Finalmente nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los otros cristianos” (p 121).

Y es que después de nueve años de convivencia ciertamente ya no lo eran.

“Hombres humanos”

Alinear con los aridoamericanos, tomar partido por quienes a la postre serán vencidos, como lo hace Alvar Núñez Cabeza de Baca, no es presentarlos como víctimas -aunque lo hayan sido- sino mostrarlos como mujeres y hombres entrañables que si no levantaron grandes templos, como los aztecas, tejieron en cambio formas de vida sutiles y admirables en un mundo donde había que ser muy aferrado y muy ingenioso, solo para seguir vivo.

Un mundo de amplios horizontes que en ausencia de los complejos sistemas verticales que edificaron los grupos hegemónicos del centro de México, era prodigioso en su horizontal diversidad: cutalaches, malicones, coayos, nebomes, susolas, atayos, cutalchiches, arbadaos… enumera Alvar. “Porque, aunque sabíamos seis lenguas, no nos podíamos en todas partes aprovechar de ellas, porque hallábamos más de mil diferencias” (p 111), dice el jerezano. Y de algunas de estas inagotables diferencias da cuenta en Naufragios, mínimo tributo a la fraterna solidaridad de quienes le compartieron su maíz, sus nueces, sus tunas, sus pieles de bisonte…

“Esto he querido contar, porque allende que todos los hombres desean saber las costumbres y ejercicios de los otros. Y para que se vea y se conozca cuan diversos son los ingenios e industrias de los hombres humanos” (p 88 y 108).

Porque para Alvar no hay duda, aunque descalzos y desnudos, sus hermanas y hermanos de Aridoamérica son “hombres humanos”; mucho más humanos que los otros. •

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