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De Danton a nuestros días
L

a descomposición orgánica, la putrefacción de instituciones y valores, es histórica y universal, no coyuntural y nacional. La propia Revolución Francesa, cima de las conquistas mundiales y punto axial de la civilización, tuvo sus momentos de reflujo y degradación. Los girondinos orquestaron el asesinato de Marat por su radicalismo ajeno a los principios de origen; Robespierre pasó por la guillotina a Danton, acusado de recibir sobornos de los monárquicos; y luego, acusado de dictador y de sembrar el terror, el antes denominado incorruptible, fue pasado por el mismo rasero fulminante. El crimen político fue, en todos los casos, con sus variantes, la corrupción.

El mundo sólo contempló la parte portentosa y lúcida de una revolución que terminó con el monarquismo absolutista. Hace falta recuperar, para prevenir, la cara oscura de un proceso que en su aspecto positivo legó al planeta los derechos humanos y los valores de libertad, igualdad y fraternidad, además de la soberanía popular y los equilibrios institucionales.

La corrupción, que no es sólo el uso y abuso de los bienes públicos, una extensión patrimonio personal, como hicieron varios jefes de Estado en el continente las últimas décadas, sino el uso pernicioso del mandato popular, la demolición de las instituciones democráticas con sus propios instrumentos, de Mussolini y Hitler a los nuevos gobernantes de ultraderecha, intolerantes y xenófobos, neofascistas.

Corrupción que es también la aceptación de un cargo público, sobre todo en mandos directivos y de decisión estratégica, sin tener la consistencia moral y la preparación profesional para desempeñarlo con eficacia y eficiencia, entregando nulos resultados y defraudando la confianza popular.

Pero la corrupción no se inició en la segunda mitad del siglo XVIII, con la icónica Revolución Francesa. Ahí sólo tuvo uno de sus momentos más emblemáticos. Ahí mismo, en Francia, en las postrimerías de la monarquía de Luis XIV, comenzando ese siglo, ante la ruina económica y la descomposición política legadas por décadas de guerras expansionistas, los principales cargos públicos comenzaron a venderse al mejor postor, incluido el de procurador general, nombrado por el mismo parlamento: el procurador Colbert vendió su cargo en un millón 400 mil francos, como relata François Marie Arquet en su libro El siglo de Luis XIV.

Más cerca de la cultura política latinoamericana, en el siglo XVII el monarca español Felipe III puso en venta los principales cargos del imperio. En efecto, “parte de la decadencia se debió a la corrupción… las funciones públicas fueron puestas en venta y hasta la sede del gobierno podía ser comprada y vendida”, como documenta el notable escritor mexicano Carlos Fuentes en su obra El espejo enterrado.

Antes incluso de la occidentalización del mundo, los casos de corrupción de los asuntos públicos se dieron en las distintas culturas cimeras, desde la Grecia antigua hasta las mismas civilizaciones orientales. La degeneración del interés público en favor del de grupos e individuos privilegiados, comenzando por el privilegio del poder, fue el común denominador de esos casos seminales, que después los analistas de la Revolución Francesa llamaron crimen político. La desnaturalización y perversión de la cosa pública.

Ya en nuestro tiempo, sin hacer del hecho apología, países como Singapur tuvieron que aplicar medidas draconianas como la pena de muerte y la exhibición pública del delincuente para revertir el proceso de corrupción galopante en un Estado dominado por los intereses facciosos y una subcultura permisiva que invitaba a delinquir por la laxitud de los controles institucionales. A un elevado precio, con medidas ajenas a los derechos humanos, hoy Singapur ha restaurado la majestad de la ley y la autoridad del Estado sobre los intereses y vicios privados.

Un candidato presidencial, en la pasada contienda electoral, llegó a sugerir medidas radicales como cortar la mano para combatir la corrupción en México, aplicando prescripciones del derecho islámico.

Muchos casos de corrupción se han presentado en México al amparo de la subcultura del patrimonialismo, cuyas raíces y expresiones ilustró vívidamente en varios de sus ensayos, como El ogro filantrópico, el poeta excepcional y Premio Nobel de Literatura Octavio Paz. Los medios de comunicación dieron cuenta, en los últimos años, cómo la corrupción desvirtuó el federalismo y contaminó gobiernos estatales de todos los orígenes partidistas.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha hecho del combate a la corrupción el eje y emblema de su gobierno, la columna vertebral de un esquema integral para recuperar la autoridad y la legitimidad de las instituciones, debilitadas algunas por intereses oligopólicos y presuntos conflictos de interés. Pero en el proceso de depuración, para hacerlo democrático y efectivo, requiere del concurso del propio andamiaje institucional, especialmente el sistema de pesos y contrapesos delineado por Montesquieu.

La lección histórica es que la corrupción es mucho más que la disposición indebida del erario, ya de suyo muy grave; es un crimen político, pues desvirtúa el sentido del mandato popular, deja sin contenido los valores éticos y carcome las instituciones públicas. El Estado se convierte, como decía Carlos Marx, en el comité de administración de los intereses privados dominantes y no en el representante genuino de los intereses colectivos. Esa degeneración no puede permitirse.