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Vox Libris
Música en Auschwitz
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▲ Simon Laks (Varsovia, 1901-París, 1983), en imagen incluida en el libro publicado por Editorial Herder
Periódico La Jornada
Domingo 14 de abril de 2019, p. a12

Por primera vez en español un solo tomo reúne los dos libros que Simon Laks escribió sobre su supervivencia como músico y director de la orquesta en el campo de concentración en Auschwitz II-Birkenau y respecto de la función de la música en los centros de exterminio nazis. Con autorización de la Editorial Herder, La Jornada ofrece a su lectores un fragmento de Música en Auschwitz, del autor polaco,

Mi vecino de atril, el flautista, es también mi vecino en la litera que ocupo, la cual se encuentra en el más bajo de los tres niveles de bastidores, que son para nosotros, al mismo tiempo, vivienda y cama.

Es médico licenciado por la facultad de Toulouse y como flautista recibió un premio del conservatorio de esa misma ciudad. El hecho de pertenecer a nuestra orquesta no le ha hecho negar su primera vocación. Se las ha arreglado –no sé cómo– para armar un pequeño botiquín, oculto dentro de un cartón plano que acomoda con cuidado debajo de su palé. Dadas las lesiones que la mayor parte de nosotros sufrimos durante el trabajo, el Doctor –así lo llamamos– se ha hecho de una clientela bastante numerosa, no sólo entre los músicos, sino también entre los demás ocupantes de la barraca. Los cuidados que nos presta le significan pequeñas recompensas en especie y su cartón contiene, junto a la tintura de yodo, el agua oxigenada y las vendas, algunos abastecimientos básicos.

El Doctor y el acordeonista Michal, su compatriota, quien llegó al campo al mismo tiempo que él, forman una dupla de amigos inseparables. A menudo los veo juntos, parados a un lado de la alambrada de púas, en el sitio desde donde puede observarse el campo de las mujeres. Ahí se encuentran la hija del Doctor y las dos hermanas de Michal. Siempre que pueden se ponen a acechar su posible aparición para intercambiar algunas palabras o para arrojarles un poco de alimento por debajo de la alambrada. Generalmente, su espera es infructuosa.

Dimitri, el violinista –griego también–, vive en el mismo compartimento que yo, al otro lado del Doctor. Es un fumador empedernido. Mientras que la mayor parte de los músicos están privados de tabaco y deben recurrir a medios extraordinarios para procurarse un poco, Dimitri no para de fumar. No tiene ningún reparo en pedirles las últimas caladas a los privilegiados que están a punto de terminarse sus cigarrillos. Tan pronto como descubre uno, se coloca a dos pasos del fumador, con una especie de boquilla que ha fabricado él mismo y la malabarea inocentemente entre los dedos hasta que la ve el que fuma y le gratifica con el último medio centímetro de su cigarro. Aunque no conoce ninguna lengua excepto la griega, Dimitri se hace entender por todos gracias a su propia mímica y gestos. Es raro que no obtenga el último trozo que ambiciona. Cuando salimos en coche, Dimitri se hace siempre del mismo lugar. Se pelea incluso para conservarlo. Desde ahí tiene la oportunidad de ver, antes que nadie, las colillas de cigarros que pueden encontrarse sobre el camino que recorremos. Siempre que algún objeto le parece ser una colilla deja con rapidez el coche para recogerla, sin que le importen los riesgos de quedar aplastado o de sufrir un castigo. Al volver al campo atiborra con colillas una cajita de fierro.

Uno de los instrumentistas más sobresalientes de nuestro conjunto es, sin lugar a dudas, el joven Henri. Violinista de técnica prodigiosa, toca de memoria todas las piezas de concierto del repertorio de los grandes solistas. Llegó al campo a la edad de catorce años y gracias a su talento ha conseguido sobrellevar todas las pruebas iniciales. Todos los prominentes le han brindado una auténtica protección y lo han colmado con regalos de todo tipo como recompensa por sus conciertos.

La atmósfera de detención ha engendrado y desarrollado en él una desenvoltura y un dejar hacer sin control que lo han transformado en un auténtico Gavroche de la música. En cuanto me vio por primera vez hizo migas conmigo y me prometió el oro y el moro. Aquello duró tres días. Ahora ya no existo para él. El Doctor, al ver mi decepción, me explica que jamás ha durado mucho ninguna amistad de Henri y que ése es su proceder habitual con cada músico nuevo que llega a la orquesta.

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La facultad con la que Henri sabe monetizar sus habilidades musicales lo ha conducido a entregarse a un tráfico tremendo, en el que el robo y la mentira están lejos de faltar. En muchas ocasiones, sus vecinos más próximos constatan los estragos que ocasiona y nadie ignora que él es su autor, a pesar de que jamás se le ha sorprendido con las manos en la masa. Y después, repentinamente, lo posee una crisis de generosidad, por lo que distribuye sus riquezas un poco por todos lados. A veces, los beneficiados reconocen, entre sus prodigalidades, los objetos de los que habían sido despojados algunos días antes. Sin embargo, nadie ha pensado jamás en guardarle rencor, puesto que le basta tomar el violín para perdonarle sus pecados.

Henri se hace acompañar por el mejor de nuestros acordeonistas, a quien llamamos Bronek. Mientras combatía entre las filas del ejército polaco, un tiro de obús le hirió una rodilla y le dejó la pierna tiesa. Esta lesión no le ha impedido ir a parar a nuestro campo y yo creo que él, más que cualquiera de todos nosotros, le debe su vida al hecho de formar parte de la orquesta. Es prácticamente incapaz de cualquier esfuerzo físico y todo el tiempo se ve obligado a esconderse para no salir a trabajar con nosotros. Aunque no siempre lo consigue, nosotros le ayudamos por todos los medios a evitar aquellas labores tan penosas. Nos esforzamos por disimular su limitación física. Cuando marchamos como orquesta, él se coloca entre sus dos vecinos de atril que, así, ayudan a evitar que llame la atención.

La superioridad musical de algunos de mis camaradas no hace sino reforzar la jerarquía ya existente según la antigüedad. En mi condición de ‘‘millonario” debo soportar los caprichos, incluso las órdenes, de casi todos los músicos, que no pierden la oportunidad, cada vez que se presenta, de hacer valer la autoridad fáctica que les concede una matrícula menor a la mía. Pero constato, no sin un dejo de satisfacción, que sufren bajo la autoridad de otros más antiguos y que esta escala se estira más y más hasta desembocar en la figura de Franz Kopka, nuestro director de orquesta, el amo de todos nuestros destinos.

Tenemos, por lo tanto, al igual que el propio Kopka, un superior oficial, designado entre los más antiguos por las autoridades alemanas, y que es una especie de administrador del campo. Se trata del Lagerältester –el ‘‘veterano del campo”–, Franz Danisch, cuya sola presencia hace temblar a todos los prisioneros. Su origen es tan dudoso como el de Kopka: mitad polaco, mitad alemán silesiano; supo ganarse la confianza de los SS desde que llegó gracias a sus constantes delaciones. Su rápida ascensión es el tema eterno de las conversaciones de los detenidos.

Los alemanes han apreciado profundamente los servicios que Franz Danisch les ha prestado al denunciar delitos menores, por lo que lo han nombrado jefe de barraca, a fin de que pueda ejercer aún mejor su vigilancia entre los detenidos. Un día se suscitó una infracción disciplinaria sin que haya sido posible descubrir al autor. Los alemanes decidieron castigar a todos los jefes de barraca con veinticinco porrazos sobre el trasero. Al llegarle el turno, Danisch se rehúsa a doblarse y, dirigiéndose a los SS que están presentes en la ejecución, les propone lo siguiente:

–¡Cómo me van a golpear! ¿Y por qué? El incidente no fue culpa de los jefes de barraca. El único responsable es el Lagerältester. No está a la altura de su deber. Si me nombran para tal puesto, ¡ya verán que no se repetirá jamás ni una infracción! ¡En pocos días conseguiré que tengan un campo modelo!

Los alemanes, estupefactos por palabras tan audaces provenientes de un detenido, aceptan, con todo, el desafío que les acaba de proponer. No lo castigan, sino que, en el acto, lo destinan a tal cargo honorífico.

Franz Danisch mantiene su promesa. Puesto que el más miserable se volvió el más privilegiado, todos los detenidos se aterrorizan en cuanto aparece a lo lejos. Consiguió lo que sus predecesores habían intentado en vano: militarizar el terror.