n los pasados 30 años se han construido en nuestro país una gran cantidad de estructuras de evaluación supuestamente autónomas y técnicamente intachables (lo cual equivaldría a decir imparciales y objetivas), establecidas bajo los mismos patrones conceptuales y operativos. El primer modelo apareció en 1984 con la creación del Sistema Nacional de Investigadores (SIN) auspiciado por el Conacyt, cuya función fue determinar el padrón de investigadores de excelencia
que deberían recibir financiamiento más allá de los salarios que percibían en sus instituciones. Se levantó así el primer inventario puntual de las actividades y funciones académicas, a las cuales se asignó puntajes diferenciados. El Conacyt estableció una pauta fundamental al convocar a los propios investigadores a participar en la evaluación: se generó la sensación de que se trataba de una autoevaluación consensada, sensación que a pesar de los cientos de problemas que se producen en el proceso, sigue sosteniendo la falacia de que son organismos autónomos.
En la década de los años noventa la experiencia se extendió a todos los ámbitos del sistema educativo nacional (SEN). Se crearon las principales estructuras, conocidas por sus siglas: Conaeva, Conpes, Ciies, el Sistema Nacional de Estímulos al Desempeño Académico en el Nivel Medio Superior y Superior, Carrera Magisterial para la Educación Básica fue el inicio que nos llevó a la creación del INEE y sobre todo del Servicio Profesional Docente: ¡la tan anhelada domesticación y control del magisterio!. También existen otras instancias de financiamiento sujetas a evaluación como son los Promeps, FIPI, FIPOP, etcétera Para los estudiantes surgió el Comipems y el Ceneval, éste último puede incluso otorgar títulos y grados académicos mediante sus exámenes de selección múltiple los Exanis I; II Y III y EGEL, en los que han participado unos 40 millones de personas. El examen más conocido para básica fue el fallido Enlace.
Apareció así la posibilidad concreta de clasificar, medir, seleccionar y certificar la tan invocada calidad y establecer las reglas de una competencia académica impoluta
y una competitividad educativa eficiente
, la mercantilización del SEN es el resultado devastador. Apareció la llamada Era de la evaluación
(Díaz Barriga y Barrón, 2009) caracterizada por su estrecho vínculo a procesos financieros, la desarticulación de los programas y el predominio total del sentido técnico en las evaluaciones.
Surgió así lo que varios autores han denominado el Estado evaluador. Es decir la evaluación como una función estatal, como el principal instrumento de intervención del Estado en la educación. En primer lugar es una política de Estado porque no ha sido una política gubernamental, sexenal o partidaria. Desde hace más de 30 años ha sido sostenida, ampliada y perfeccionada hasta llegar a la reforma peñista aupada por el pacto-partidario-empresarial. En segundo lugar porque deviene del condicionamiento y criterios internacionales suscritos con ciertos organismos desde las cartas de Intención
del 84 y renovados constantemente con el Banco Mundial, la OCDE,el FMI. En tercer lugar esta estructura ha permitido desplegar y controlar el gasto educativo, financiando lo que le interesa y sumiendo en el abandono lo que no, desde un inicio permitió realizar el recorte presupuestal exigido y el volumen de incremento financiero de estos organismos ha sido en promedio de 200 por ciento (Mendoza Rojas, 2002). En cuarto lugar, porque es el instrumento de intervención directa (mediante el disfraz de la autonomía) que ha permitido establecer los perfiles, los programas y contenidos, las actividades, la formación y los resultados requeridos en todos los procesos y para todos los sujetos involucrados en el SEN, como nunca antes el Estado controla y define todo. Finalmente, es una política de Estado porque guarda una relación estructural funcional con el conjunto del SEN, es decir que hoy día la evaluación producida desde un conjunto de instituciones, es inherente al funcionamiento del sistema, sin la cual desde la percepción de los actores estatales y muchos expertos
toda la operación educativa se pone en riesgo.
Este Estado evaluador es un estado burocrático que impera por encima de los propósitos, principios, valores e ideales educativos. Cientos de funcionarios anidan en sus estructuras, miles de millones de pesos están en juego. No es por tanto sorprendente que la batalla por la necesaria derogación de su producto más acabado, la reforma peñista, se haya tornado compleja y difícil. Muchos de los actores que mantienen la capacidad de decisión en los diversos pasillos estatales sostienen que no eliminarán la evaluación, como facultad constitucional, que no se desmantelarán las estructuras evaluativas y que se seguirán privilegiando los procesos selectivos de ingreso y promoción a lo largo del SEN. Me atrevo a decir que desgraciadamente la mayoría de los investigadores universitarios está de acuerdo, están asimilados y defienden sus estímulos. Somos pocos los que hemos venido comprometiendo nuestra crítica con la derogación y la desaparición del INEE. Por otro lado, el SNTE sigue nadando de muertito
para pescar mejor. La correlación de fuerzas es compleja, las batallas que se prevén son difíciles y requieren de nuevo de compromisos claros y movilizaciones inteligentes. La unidad del magisterio democrático y su capacidad de organización son imprescindibles.