l Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha endurecido su posición pública respecto a México, la migración y la relación de su país con las naciones que conforman Centroamérica que con profunda ignorancia y poniendo en evidencia el anclaje de posiciones en estereotipos, la derecha estadunidense materializada en Fox and Friends, llamó hace poco países mexicanos
. El endurecimiento del discurso antimexicano tiene que entenderse en función del calendario electoral de nuestro vecino del norte. Trump está apelando a la misma fórmula que lo llevó a la Casa Blanca: la catalización política de la xenofobia.
El mundo parece tener una alergia a la globalidad en cuanto a los flujos migratorios que, naturalmente, provoca el desequilibrio entre economías desarrolladas y las que aspiran a serlo. Muchas personas quieren lo mejor de la aldea global, siempre y cuando no cambie el paisaje, incluyendo el componente racial.
Ciudadanos que aspiran a tener lo mejor de la tecnología y la logística, productos de todo el orbe llegando a su puerta después de una compra en línea, conectividad e información en todo momento; pero se resisten a que el mundo trastoque su aldea, su idea de soberanía, su concepción de desarrollo económico. Donald Trump aprovechó este sentimiento en la elección presidencial en la que derrotó a Hillary Clinton. Lejos de entender, explicar y tratar de resolver el complejo fenómeno de la tecnificación, la robotización de la mano de obra, la mayor incidencia de los servicios e intercambios financieros en el PIB –lo cual tiene una implicación negativa en la creación de fuentes de empleo–, o la optimización de costos por parte de empresas globales; Trump azuzó el miedo primario al extranjero, la nostalgia por las grandes factorías de Pittsburg o Detroit, y, sobre todo, estuvo ahí para confirmar los prejuicios de muchos estadunidenses que creen genuinamente que el empleo que no tienen o las oportunidades que no alcanzan las obtiene un mexicano que ha cruzado ilegalmente la frontera.
En suma, el actual presidente de Estados Unidos puso en el centro de la agenda mediática un estereotipo –mexicanos como violadores y traficantes de drogas– y lo ató a un prejuicio extendido: México se roba a las empresas estadunidenses y cada empleo que se crea al sur de la frontera es uno que se pierde al norte. La síntesis de esa estrategia de comunicación política es ese símbolo que significa, desde la óptica del votante más duro de Trump, la solución tangible, real y concreta: el muro.
Para esa porción poblacional de Estados Unidos el muro es mucho más que una pared gigantezca. Es una declaración de poder, herramienta para separar con la fuerza del hombre, lo que la geografía determinó sin preguntarles. Un amuleto colosal para darles paz mental y solución definitiva a esa incómoda vecindad con nosotros. Importa entenderlo porque las provocaciones de norte a sur no van a cesar, por el contrario, existen incentivos para que el mandatario Trump endurezca aún más su posición y amenace –como lo hizo la semana pasada– con verdaderos absurdos económicos como el cierre de la frontera. En otras palabras, para desentrañar el problema diplomático con la nación vecina, hay que analizar la política local de cara a la relección y la necesidad de Trump de mantener viva la llama xenofóbica de su base. Engancharse a cada provocación traería consecuencias terribles para nuestro país, por lo que la estrategia diplomática de no acusar recibo de un mensaje que claramente es dirigido a su base de votantes, parece la más acertada. En ese proceso se cruza la discusión de la reforma laboral y la incidencia en el T-Mec.
De fondo y a pesar de los prejuicios antimexicanos –o antiárabes en Europa–, los flujos migratorios están atados a los económicos, así de sencillo. La única manera sostenible de reducir las tensiones sociales, políticas y diplomáticas derivadas de la migración, es un crecimiento más equilibrado y una mayor integración económica regional; un muro invisible llamado desarrollo.