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El Armando de la cocinera atrevida
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e ahí que éstas, tus recetas-recitario, encanten (un, dos, tres por mí y por todos mis compañeros) y obnubilen a los hombres neomachines: nos hacen sentir, nos hacen saber (de sabor) amados, adobados, queridos, embarrados, ¡vaya!, cachonchuficados en baño María por ese deseo engendrador de más y más deseos, ¿quién no quisiera ser el siervo herido de una cocinera atrevida, con ella danzando entre las llamas de la hornilla, bronceada a fuerza de ondas de radio microwaves, y las cobijas con las cobijas a tu hombre? ¿Hambre el hombre? Diosa Tonantzin recuperada, manos echadoras de tortilla, dedos desmenuzados en chotneys de tamarindo y aves sonrojadas de tan tandoorys. No estas sopas no huelen a morilla, no a carnero, no a mandrágora o tomillo; sus efluvios no son los del maracuyá o el vinagre de romero. Tu álbum de seres cocinarios, tiene el buqué (dirían los courboasiers), el aroma (diríamos los gosos) singular, añorado de la Mujer, de la sacerdotisa, de la esposa, de la madre, hermanita Bebis. Lo dicho: comida a tu imagen y semejanza… Pasen, señoras y señores que la mesa está servida, que la anfitriona, la cocinera Lourdes Hernández, hermana Bebis, será la comidilla del día, el plato fuerte, la entrada, el entremés y la salida, a cinco, 100, mil tiempos… Pasen señoras y señores, que ya lo han dicho ellas, a la mesa y a la cama sólo una vez se llama.”

Leí estas líneas escritas por Armando Vega-Gil durante la madrugada del domingo pasado. Forman parte de su Prolegómeno a manera de aperitivo con botana, que sirve de prefacio al libro de Lourdes Hernández Fuentes titulado La cocinera atrevida.

De visita en París, mi hermana menor, a quien apodamos Bebis desde su infancia, me trajo varios regalos: tamales oaxaqueños, romeritos, tortillas azules y amarillas, el catálogo de una exposición póstuma de pinturas de Felipe Ehrenberg titulada Las últimas tres y nos vemos, y un ejemplar de La cocinera atrevida / De sus diarios públicos, veinte años.

Pasamos el atardecer y parte de la noche del domingo saboreando la deliciosa comida mexicana que Lourdes cocinó y nos ofreció en casa de mi hija Tania, acompañando la suculenta degustación con un abanico de boleros, danzones, algunos mambos cantados por las inolvidables voces de Toña La Negra, Agustín Lara, Beny Moré y tantos otros.

De regreso a casa, me pregunté si no era yo quien había viajado a México y no Bebis a París. Pero la velada mexicana continuó en la noche al sumergirme en la lectura de La cocinera atrevida. Después admirar las ilustraciones de Ehrenberg, de un fino erotismo salpicado de humor, leí las presentaciones de Romeo Tello G, Jaime López y Vega-Gil. Me deslumbró la escritura de Armando, barroca y sensual, donde gotean los neologismos y las audacias. Palabras escritas con el cuerpo, a la manera de Rabelais, me señala Jacques. El aperitivo de su texto me abrió el apetito. Había querido más. Me prometí solicitar alguno de sus libros a México.

Conocía a Armando como músico, compositor y bajista. Cierto, lo vi a veces en las reuniones alrededor de una mesa, en Tepito, donde moraron algunos años Bebis y Felipe. Los comensales leían sus textos de ese género creado por Poe conocido como policiaco, ascendido recientemente de su condición de literatura inferior. Los mejores cuentos y relatos se publicaban en la revista llamada Biombo Negro.

Leí muchos de los textos recopilados en La cocinera atrevida: el viaje a México continuaba en un vaivén del tiempo aromatizado por salsas y moles, hierbas de olor, chiles chipotles y habaneros… Diarios públicos, pero también memorias. La imagen de nuestro padre se mueve entre las letras, mientras propone ir al mercado de La Viga a buscar ostiones y almejas. Los viajes con mi madre a Juárez, antes de los feminicidios, en una antigua infancia.

Cuando cerré el libro, no sabía que Armando había puesto fin a sus días. Canto del cisne. Incesante, inolvidable, ahora inmortal.