a frase es del mentor de Bolívar, Simón Rodríguez, para quien la imitación era suicidio. En esa disyuntiva que advertía ante la emergencia de las nuevas naciones americanas y que persiste, cabe discernir de entrada entre el sentido y los mecanismos. Éstos deben subordinarse al sentido y no a la inversa. De la claridad del sentido conferido a las humanidades, las ciencias y las tecnologías, incluidos ahí los saberes de la población, dependen los mecanismos a instaurar, los programas a impulsar, los recursos públicos a invertir.
¿Para quién y para qué hacemos investigación?: la respuesta demanda procesos de democracia participativa real, no simulaciones, y espacios y procedimientos concretos de articulación con pueblos y comunidades desde la base, colocando en diálogo sus saberes locales y regionales con los saberes procedentes de las ciencias formales; demanda una academia que deje de mirarse fascinada el ombligo, y la formación y ciudadanización de investigadores comprometidos, en su práctica y no en el discurso, con los problemas acuciantes del país. Eso implica profundizar la interlocución con la ciudadanía, vincularse a movimientos sociales, orientar a legisladores y funcionarios públicos. Y en ello no cabe la falsa dicotomía entre ciencias básicas y ciencias aplicadas, ni un absurdo llamado a su abandono.
Hay que entender a las ciencias y las humanidades como una fuente esencial de insumos para las políticas públicas, sustituyendo el papel jugado hasta hoy por la ocurrencia, el oportunismo y los intereses facciosos en el diseño de políticas que han resultado contrarias al bien común.
A su vez, incluir a las humanidades en el nombre mismo del Conacyt, aunque las palabras no garantizan nada, puede reflejar una perspectiva más amplia e incluyente del trabajo de investigación en este país, pero es una iniciativa que debe ser concretada y profundizada, para orientar el trabajo científico, redimensionarlo y optimizar los recursos. La pluralidad de voces y racionalidades, referente esencial en el país, demanda aproximaciones metodológicas transdisciplinarias y dialógicas a ser impulsadas sistemáticamente desde un Estado cuyo sentido primordial debiera ser la procuración del bien común.
El grave proceso actual de degradación ambiental expresa la subordinación de la ciencia y tecnología a un modelo económico depredador, proyectadas como omniscientes y todopoderosas, dotadas de sentido per se, cuando no lo tienen, instrumentadas a menudo como mera fuente de insumos para el mercado.
Así, las humanidades y las ciencias sociales pueden aportar un pensamiento crítico requerido ante la realidad social y un contrapeso ante el creciente dominio de la tecnocracia. La tecnología y el ejercicio de la investigación han de supeditarse al bien común, lo que no pasa de manera automática. De otra manera constituyen una amenaza ya documentada por la historia.
No necesitamos una ciencia sin lugar, sin historia, sin sociedad. Necesitamos reconocer la diversidad de saberes, referente identitario de los pueblos y clave de muchas de sus estrategias perennes de sobrevivencia, y comprender que hoy la ciencia y la tecnología, para optimizar su impacto positivo, requieren procesos de genuina participación social, porque el conocimiento para la vida no se encuentra sólo ni necesariamente en los circuitos de la investigación institucionalizada y de las agrupaciones académicas, sino entre la población y en su vida cotidiana.
Por tanto, es imperativo abrir el abanico de propuestas de investigación a los saberes locales y regionales con proyectos que impulsen metodologías dialógicas y participativas y trasciendan las determinaciones epistemológicas de la colonialidad. Es preciso apoyar todo esfuerzo institucional por incorporar diversas racionalidades y saberes fundamentales para el presente y el futuro de este país. Así, la libertad de investigación es sin duda fundamental, pero a condición de preguntarnos el para qué y el para quién de nuestro trabajo. Porque utilizarla para perpetuar la desigualdad y exclusión es degradarla y porque los fondos públicos emanan del trabajo cotidiano de los mexicanos.
Si la población dejara de ser un recurso para el modelo económico dominante, la ciencia y la tecnología al servicio del armamentismo, el extractivismo, la manipulación mediática y la mercantilización de la vida no tendrían sentido alguno.
Así, las particularidades de los territorios demandan un enfoque que trascienda la idea de un desarrollo
decidido por móviles exógenos al margen del interés y la experiencia de los pueblos. Esa es la visión de contexto y sinergia que demanda hoy el país. La disputa actual por los territorios y el futuro de México y del mundo pasa por la disputa de qué tipo de ciencia requerimos y a qué mundo aspiramos. Es hora de definir con la población, y no al margen de ella ni en su nombre, cuáles son las verdaderas prioridades del país.
* Doctor en Ciencias Sociales y Salud. Instituto Nacional de Antropología e Historia