Opinión
Ver día anteriorViernes 29 de marzo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La inhabilitación de Guaidó
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a Contraloría de Venezuela dio a conocer ayer que, a resultas de una pesquisa por corrupción, el diputado Juan Guaidó, quien hace unas semanas se autoproclamó presidente encargado, quedó inhabilitado para ejercer cargos públicos durante 15 años, el máximo que contempla la ley, porque, a decir del contralor general, Elvis Amoroso, durante años realizó gastos que exceden sus ingresos comprobables y hasta ahora rehúsa presentar pruebas que avalen el origen de unos 94 mil dólares.

En respuesta, el político opositor sancionado desconoció la autoridad del contralor bajo la especie de que éste fue nombrado por la Asamblea Constituyente, instancia desconocida tanto por la oposición venezolana como por los gobiernos que respaldan la pretensión presidencial de Guaidó.

Al margen de las evidentes consideraciones políticas que plantea la pesquisa e inhabilitación contra la cabeza más visible de la de-recha en la nación caribeña, debe resaltarse que el trámite y los cargos que lo sustentan son difícilmente criticables en tanto el diputado, en efecto, se niega a justificar los gastos realizados en sus giras por el país y el extranjero –donde ha pasado 248 días desde 2016–. En este sentido, las investigaciones de la Contraloría deben entenderse como parte de un mecanismo anticorrupción, como aquellos a los que están sujetos los representantes populares y servidores públicos en diversos países.

Aunque es difícil separar lo administrativo de lo político, resulta significativo que hasta ahora el gobierno de Nicolás Maduro se haya abstenido de imputar a Guaidó por delitos relacionados con su pronunciamiento, sus llamados a deponer al régimen chavista y su explícita articulación con la campaña intervencionista encabezada por el gobierno de Estados Unidos que busca liquidar la institucionalidad bolivariana. Cabe esperar que esa actitud gubernamental se mantenga y se evite reducir de manera adicional las de por sí escasas –y, sin embargo, indispensables– perspectivas de diálogo.

Por lo dicho, la reacción del Departamento de Estado de Estados Unidos no puede caracterizarse sino como un abierto despropósito: al tildar de absurda y ridícula la inhabilitación del líder opositor sin ningún análisis de los señalamientos jurídicos y administrativos, el portavoz de ese órgano, Robert Palladino, revela –con la absoluta falta de recato que ha caracterizado a la cruzada de la Casa Blanca contra el gobierno de Maduro– que su defensa de Guaidó no obedece más que al reiterado propósito injerencista de Washington en Venezuela.

La superpotencia y todos los otros actores externos deben cesar esta actitud destructiva, esperar que se esclarezcan las acusaciones contra el líder opositor y abstenerse de hacer declaraciones que enturbien más unos asuntos que competen únicamente a los ciudadanos venezolanos.

Sería deseable, finalmente, que el propio Guaidó procediera, si fuera el caso, a demostrar su inocencia dentro de los cauces y las instancias legales.