Aprendizajes inesperados
or malo que salí para aprender me dediqué a enseñar, suelo decir con aires de ironía. Ironía defensiva, por supuesto, porque qué tal si sí.
Distraído que soy, algún soterrado, palpitante instinto de sobrevivencia me pone alerta de repente ante ciertos decires ya para mí, ya en general o para otros alentados.
Éste es de un matemático: –Eres muy explicativo, pero muy poco explícito.
De un sociólogo éste: –Ambos desayunamos huevos estrellados. Yo voy directamente a la yema. Tú la rodeas, la cortejas. Son estilos. Lo bueno es que llegas. De un joyero (orífice), el mejor que he conocido (tiempo hubo en que traté con más de diez –si hasta diseñé algunos modelos que, me dicen, todavía se usan), y quien meses después de su dicho decidió ser conserje: –La gente compra oro, no trabajo. El trabajo (lo trabajado y qué tan bien) no le interesa. De alguien que me enseñaba a manejar, hace uh: –Distribuye la velocidad, hay que saber distribuir la velocidad.
De mi padre, que me obligaba a atender un tendido en el interminable Baratillo tapatío –especie de tianguis con mercado de La Lagunilla, pero siempre otra cosa. Me la pasaba bajo el sol leyendo a Nietzsche mientras él, Manuel, quien para entonces se definía como tracalero, veía por ahí qué comprar, qué vender. Notó de lejos que alguien algo me preguntaba y se iba con las manos vacías. ‘‘¿Qué pasó?” ‘‘Pues quería saber el precio de eso y no lo sé”, respondí con probable insolencia, no obstante ceñida a la verdad. ‘‘Mira”, dijo, ‘‘cuando no sepas el precio de algo, ponle cualquiera. Si se lo llevan rápido al siguiente cliente le subes. Si no se lo llevan, al siguiente le bajas”. Me pareció una tontería. No lo es.
Tuve un amigo ladrón; no uno, varios (eso en mi ya lejana juventud). La verdad lo admiraba. Era osadísimo. Con él, y conste, no robando, viví aventuras fuertes. Con decir que tres o cuatro veces estuvimos a punto de morir… Un día me platicó que iba en una moto Islo robada rumbo a Chapala. Lo detuvo un agente de tránsito. ‘‘Me bajé, lo desconté, agarré su moto y me fui”. ¿Para qué haces eso?
, le pregunté azorado. ‘‘Si me voy en la Islo me alcanza”, escueto respondió.